En la entrada de ayer escribí
que en el taller de “Indagación apreciativa” había 45 participantes. Todos éramos
religiosos y religiosas pertenecientes a varias congregaciones masculinas y femeninas. Esto no es nuevo. Hay muchos proyectos conjuntos en el campo de la misión, la
espiritualidad y la formación. Uno de los más significativos es el proyecto Solidaridad con Sudán del Sur en el que participan
más de treinta institutos religiosos. Quizás la novedad consiste en el nuevo
enfoque que todo esto supone para la vida religiosa. No se trata solo de hacer
cosas juntos sino de caminar hacia una cultura inter, como hoy se denomina al hecho de promover un camino internacional, intercultural, intercongregacional,
interconfesional e interreligioso compartido por
consagrados de diversas proveniencias. Como todo lo que se abre paso, puede
naufragar víctima de la moda y de un exceso verbal, pero puede también madurar
y producir frutos.
Los grupos homogéneos y
cerrados en sí mismos exhiben una identidad más rígida y pueden ser, a corto
plazo, más eficaces. Consideran que no hay que perder
tiempo en aprender otras lenguas y costumbres, que no necesitan salir de su
territorio, abrirse a ideas y prácticas nuevas, etc. Esto ahorra energía y
permite concentrarse en la misión encomendada. Sin embargo, a largo plazo,
sucede con estos grupos lo mismo que con los monocultivos: acaban empobreciendo
y hasta esterilizando la tierra. La riqueza y la creatividad se producen cuando
hay mezcla y mestizaje, cuando salimos de nosotros mismos y nos ponemos a la
escucha, cuando ensanchamos nuestro espacio personal e institucional. Entonces,
aunque se pierda mucho tiempo en la
fase de adaptación, acabamos logrando metas mejores. El proverbio africano lo
expresa con claridad: “Si quieres ir rápido, camina solo; si quieres llegar
lejos, ve en grupo”.
La vida religiosa vive en
un contexto inter. Cada vez
es más normal ver comunidades religiosas europeas en las que hay varios
miembros que son americanos, africanos o asiáticos. El origen de esta presencia
obedece a la escasez de candidatos europeos, pero su verdadero significado
trasciende el hecho estadístico. Me atrevería a decir que la disminución de
religiosos europeos está siendo la oportunidad para alumbrar un nuevo tipo de
vida consagrada que exprese mejor la diversidad humana y, en definitiva, la
riqueza de la propia Iglesia y del misterio de Dios. No hemos sido hechos todos
iguales. No provenimos todos de la misma etnia ni hablamos la misma lengua ni ingerimos
el mismo tipo de comidas. No nos gustan las mismas cosas ni bailamos al ritmo
de la misma música, por más que la cultura globalizada tienda a uniformar las
expresiones. En la diversidad se produce un estallido de vida y creatividad que no suele
darse en los contextos demasiado homogéneos.
Es verdad que la cultura
inter no es un camino de rosas. A cada paso se pone a prueba nuestra capacidad de
abrirnos al otro y de aceptarlo tal como es. Desmonta nuestros prejuicios asentados,
saca a la luz nuestros miedos subterráneos, revela nuestras inconsistencias
y fragilidades. Incluso nos interroga sobre nuestras verdaderas convicciones.
¿Vivimos la fe como un rasgo de pertenencia cultural, como un fruto de la
educación recibida, o somos capaces de trascender nuestra cultura originaria
para abrirnos a un Evangelio que está dirigido a los hombres y mujeres de
cualquier lugar del mundo? La cultura inter es como un laboratorio que nos
prepara para vivir mejor en un mundo que es, en sí mismo, plural, pero que muy
a menudo no sabe integrar las diferencias en una visión armónica. Sin ningún
idealismo, puedo reconocer que el taller del fin de semana pasado me ayudó a
dar un paso más en una dirección que me parece irreversible.
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