Llevamos ya años en los
que se multiplican los productos “sin”. Se trata de alimentos a los que se les
ha quitado algún ingrediente que se considera nocivo para la salud. Se habla de
pan sin gluten; de leche sin lactosa; de cerveza sin alcohol; de zumos sin
azúcar; de aceitunas sin sal; de
carnes sin grasa; de conservas sin conservantes; de refrescos sin cafeína, etc. Parece que lo “sin”
está de moda. Es como un signo de modernidad. El problema es que se ha
extendido tanto la cultura “sin” que ha invadido otros campos. Comemos tomates
y melocotones sin sabor. Suenan
músicas ruidosas sin inspiración, vemos
programas televisivos sin originalidad y sin pudor… y
hasta votamos a políticos sin
vergüenza. Creo que también en el campo de la Iglesia hay muchos cristianos sin convicción, sin alegría y sin
compromiso. Da la impresión de que cuanto más light sea una realidad, mejor es. Puede que sea cierto en el campo
alimenticio, pero en otros campos de la vida tanta ligereza nos está volviendo
débiles, asustadizos ante las pruebas de la existencia. ¡Ya está bien de descafeinar
todo y de hablar a base de eufemismos!
A pesar de que reivindico
una cultura “con”, en el contexto en el que estamos viviendo, me parece
conveniente cultivar tres SIN que pueden ayudarnos a vivir mejor.
SIN MIEDO. Comprendo que
hay muchas realidades que nos producen miedo en la sociedad actual. A las
tradicionales (la falta de trabajo, el futuro que aguarda a los hijos, la
enfermedad, la muerte de seres queridos…) se unen otras más ligadas al contexto
actual. Hay personas muy preocupadas por la situación sociopolítica (sobre
todo, en algunas regiones del mundo), por la violencia, por el terrorismo, por la
sostenibilidad del planeta, por el futuro de la fe… Jesús repite muchas veces
en el Evangelio un aviso que recorre la historia: “No tengáis miedo” (Mt 10, 26.28.31). Podemos ser perseguidos, pero no eliminados porque
nuestra vida no se basa en los triunfos humanos sino en el amor de Dios, y éste
es indestructible. Jesús no nos invita a ser temerarios o irresponsables, sino a confiar en Dios. Hay una expresión en italiano que resume muy bien esta actitud: Ci penso io. Es decir, no te preocupes, yo me ocupo de eso. Si alguien tiene interés en que no se desbarate la obra de sus manos, ése es Dios. ¿Quién podrá separarnos de su amor?
SIN ODIO. Cuando nos toca
vivir situaciones conflictivas, cuando creemos que hemos sido agredidos por los
demás en nuestra dignidad, convicciones, sentimientos, etc. se dispara la
respuesta automática del resentimiento y, en ocasiones, del odio. Se trata de
una reacción automática que, bajo apariencia de justicia, va tejiendo en torno
a nosotros una coraza que acaba convirtiéndose en nuestra tumba. La primera
víctima del odio es la persona que lo padece. Y luego todos aquellos que se convierten en objetivo de nuestra amargura: los amigos, los familiares, los políticos, los empresarios, la gente de Iglesia, etc. Jesús es muy claro al respecto: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a
los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian…
Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,27-28. 36). Si hay alguna señal que nos distingue a los cristianos de otros seres humanos es precisamente el perdón, el amor a aquellos que parecen estar en las antípodas de nuestras convicciones y actitudes. Amar a los amigos nos sale de dentro. Amar a los enemigos es una gracia que debemos implorar. Pero esa gracia se convierte en un testimonio de la acción de Dios en nuestras vidas.
SIN TRISTEZA. Hay
demasiada gente triste. Las razones son muchas. Algunas tienen que ver con un deficiente funcionamiento del organismo. Otras apuntan a nuestros fracasos en la vida o a la falta de horizonte. No suele darse una correlación directa entre pobreza y
tristeza. A veces, las personas que más tienen son las que van por la vida sin
encontrar satisfacción en nada de lo que tienen o hacen. No se las ve felices. Es como si todo lo que tienen se
quedara en la superficie y no llegara a tocar el corazón. Jesús, que conocía
muy bien al ser humano, nos hizo una promesa: “Yo os aseguro que vosotros lloraréis y gemiréis. Mientras que el mundo
se sentirá satisfecho; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se
convertirá en gozo” (Jn 16,20). Jesús quiere que sus discípulos vivan sin
tristeza, que disfruten de la experiencia de sentirse queridos por Dios, aun en medio de las pruebas de la vida, que nunca van a faltar. El fundamento de esa alegría no es que las cosas vayan bien, sino que Dios es nuestro tesoro, la perla preciosa. El papa
Francisco, en la exhortación Evangelii gaudium,
afirma que “nuestra tristeza infinita sólo
se cura con un infinito amor” (265). ¡Pues eso!
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