Tengo un buen
grupo de matrimonios jóvenes amigos con los que dialogo de vez en cuando.
Algunos se sienten atrapados por sus responsabilidades familiares (sobre todo,
cuando tienen dos o más hijos) y laborales (sobre todo, cuando trabajan los dos
cónyuges fuera del hogar, lo que hoy suele ser normal). No encuentran tiempo
para hacer “algo más”. Quisieran insertarse más en la vida parroquial, pertenecer
a algún grupo de voluntarios o ayudar a personas necesitadas, pero no lo
consiguen. Sienten que no están viviendo su fe de manera radical. Me parece una
preocupación legítima. En el campo espiritual nunca acabamos de llegar a la meta.
Hay una inquietud sana que nos
mantiene despiertos, que nos empuja a buscar siempre una respuesta más
generosa. Pero puede haber también una inquietud insana que nos distrae de nuestras responsabilidades inmediatas. ¿Hay
algo más valioso que dedicarse en cuerpo y alma al cuidado y educación de los
hijos pequeños y al desarrollo competente y honrado del propio trabajo
profesional? Cuando un matrimonio joven descubre que estos son los campos principales
de su misión supera la esquizofrenia que a menudo paraliza su vida y encuentra nuevos motivos para una vida cristiana serena y alegre.
He conocido padres
que, movidos por intenciones evangelizadoras, han dedicado tanto tiempo a
actividades pastorales (en la parroquia, en asociaciones de diverso tipo, en
ONGs y voluntariados) que han descuidado mucho la atención a sus propios hijos.
Y, claro, luego el tiempo les pasa una factura amarga. ¿No es una excelente
tarea evangelizadora cuidar la “iglesia doméstica” que es la propia familia?
¿No es ésta la misión principal de los esposos? ¿O será necesario añadir otros compromisos
que son más vistosos y están rodeados de un aura de originalidad? Ser un buen
padre o una buena madre es la misión (no solo la tarea) más hermosa que existe.
Además de contribuir al crecimiento armónico de los hijos, los padres y madres
están contribuyendo – mucho más de lo que a simple vista parece – a crear un
mundo mejor y una Iglesia más viva. La presencia de los padres – al menos hasta
que sus hijos cumplen la mayoría de edad – es vital. Cuando los hijos vayan independizándose,
tiempo habrá de canalizar el compromiso cristiano en otras direcciones. Esto no
significa que la vida tenga que limitarse al pequeño círculo familiar, sino que
éste tiene que ser prioritario.
Algo parecido podría
decirse con respecto al trabajo. Ser un profesional competente, honrado y
colaborador no tiene precio. Frente a la cultura de la improvisación y de la
chapuza, es preciso destacar la cualificación profesional. Un cristiano tendría
que ser consciente de que con su trabajo prolonga la obra creadora de Dios en
los múltiples campos de la actividad humana. Y Dios no es un chapucero. La “obra
bien hecha” es un canto a la creatividad divina, una muestra de espiritualidad
madura. Admiro a las personas que ponen pasión y competencia en lo que hacen:
desde un proyecto arquitectónico hasta un muro de mampostería, una clase, un artículo
periodístico o una tarta de manzana. Pero eso no basta. En un contexto en el
que la corrupción campa a sus anchas (sobre todo en el campo político y
económico), el cristiano debe brillar también por su honradez. Estamos hartos
de absentismo laboral, de comisiones, mordidas, tráfico de influencias, etc. Los
antiguos decían que “es antes la
obligación que la devoción”. Era una manera concisa y enérgica de decir que
el buen cristiano no debe distinguirse tanto por las prácticas religiosas que
acumula sino, ante todo, por el cumplimiento cabal de sus obligaciones, incluyendo
las laborales. Yo lo diría de una forma más descarnada: “Más honrado y menos meapilas”. ¿De qué sirve ser un asiduo en las
celebraciones litúrgicas si luego en el trabajo uno se deja llevar por la lógica
del máximo beneficio a cualquier precio, por la explotación o por la desidia?
Cuando hablamos
de compromiso laical tendemos a pensar que lo importante es pertenecer a grupos
apostólicos, participar en campañas, estar siempre metidos en mil actividades… De
hecho, a las personas que siempre andan liadas solemos llamarlas “comprometidas”,
aunque este término no está tan de moda como hace treinta o cuarenta años. Es
un gran error, sobre todo si esto supone descuidar los dos campos que son más
propios de los cristianos laicos y en los cuales pueden vivir una hermosa
espiritualidad: la familia y el trabajo. Me gustaría seguir dialogando con mis
amigos jóvenes sobre las muchas posibilidades que se abren en ambos campos.
¡Otro gallo nos cantaría si los millones de laicos cristianos vivieran con
gratitud, alegría y constancia estos compromisos! Creo que por parte de los
sacerdotes tendríamos que apoyar más este enfoque para evitar que muchos
matrimonios jóvenes se sientan a disgusto… por el simple hecho de que tienen
que cuidar a sus hijos pequeños y ser responsables en su trabajo.
Lo he recomendado a todos mis amigos! me ha gustado mucho.
ResponderEliminarUn abrazo
Pepe Navasqüés