El evangelio de este XVI Domingo del Tiempo Ordinario parece haber sido escrito hoy por la mañana. Para
que esta suposición suene un poco más realista, el autor del relato tendría que
haber sustituido la parábola botánica (trigo y cizaña) por otra informática
(aplicaciones y virus, por ejemplo). Pero la sustancia es sorprendentemente
actual. Vamos a ver. ¿Cuántas veces nos hemos preguntado por qué demonios no
cambia un poco más nuestro mundo después de veinte siglos de cristianismo? ¿No
dijo Jesús que él era el camino, la verdad y la vida? Nos reconocemos con
facilidad en las palabras del autor de la carta de la segunda carta de Pedro: “Desde que murieron nuestros padres, todo sigue igual que desde el
principio del mundo” (2 Pe 3,4). Efectivamente, da la impresión de que, por muchos cambios que se produzcan, todo sigue igual.
Más de una vez nos gustaría dar un puñetazo sobre la mesa y gritar: “¡Hasta
aquí hemos llegado! Lo que hace falta es eliminar a toda esta gente corrupta que
no hace más que retrasar el cambio de nuestro mundo”.
Nuestras preguntas y
ansiedades se parecen mucho a las que experimentaron los cristianos del siglo
primero a los que se dirige el evangelio de Mateo. También ellos ser
preguntaban cómo era posible que el Reino de los cielos inaugurado por Jesús no lograse un éxito total e inmediato. El evangelista no rehuye el problema. Lo
aborda de plano. Trata de responder a partir de tres parábolas de Jesús. La
primera –la del trigo y la cizaña (vv. 24-30)– viene acompañada, como sucedió con la del sembrador del domingo pasado, de una explicación (vv. 36-43) en la que
la parábola se transforma en alegoría para aplicarla a las necesidades las
comunidades judeocristianas. Las otras dos parábolas –la del grano de mostaza y
de la levadura (vv. 31-33)– ponen de relieve la fuerza irresistible del bien.
Tenemos, pues, una triada muy interesante que nos ayuda a iluminar las perplejidades
que hoy vivimos.
La que más espacio ocupa
es la parábola del trigo y la cizaña. Creo que todos, aunque no seamos de
tierra de cereales, sabemos qué es el trigo. Es muy probable que hayamos visto
las espigas ondulando en los campos. En cualquier caso, hemos comido el pan que
procede de él. En muchos lugares, el trigo es el alimento básico, así como en
muchos otros es el arroz. Quizá no estamos tan familiarizados con la
cizaña. Se trata de una gramínea muy semejante al trigo, que crece hasta
alcanzar los sesenta centímetros y produce una espiga de granos negruzcos; sus
raíces se mezclan con las del trigo y es muy difícil arrancarlas sin arrancar
también el trigo. No hace falta ser un lince para ver en qué sentido esta
parábola refleja bien la situación del mundo. Hay un sembrador (Dios) que ha
sembrado el trigo bueno; es decir, todas las realidades buenas que encontramos
en nuestro mundo: desde la naturaleza hermosa hasta nuestros parientes y amigos
pasando por la ciencia, el arte y los sentimientos nobles. Ahora bien, hay un
personaje siniestro que, de noche, siembra la cizaña; es decir, el mal. Hasta el
final de los tiempos el trigo y la cizaña crecerán juntos en el mundo y en la
Iglesia. Es bueno saberlo para evitar actitudes innecesariamente puristas, para
no escandalizarnos de que en todas partes el bien y el mal convivan.
¿Cuál suele ser nuestra actitud?
¡La de los trabajadores contratados por el dueño del campo! Nosotros queremos
arrancar cuanto antes las malas hierbas para que el trigo crezca lozano. Hoy se
utilizan expresiones como “tolerancia cero”, transparencia total, etc. Reflejan
una actitud noble, pero poco realista. No es tan fácil distinguir el trigo y la
cizaña. Queriendo arrancar el mal, podemos exterminar el bien. Jesús nos invita
a algo que parece insensato: a tener paciencia como Dios la tiene. En este
mundo, el bien y el mal no se pueden separar nítidamente, están destinados a crecer
juntos, y así hasta el fin de los tiempos. Tenemos que evitar dos errores: primero,
no aceptar serenamente la realidad de este mundo en el que el bien y el mal conviven;
segundo, confundir el tiempo del crecimiento con el tiempo de la cosecha. Solo las
personas maduras y espirituales tienen este aguante, saben soportar la tensión
que supone convivir día a día con el mal sin ceder a sus insinuaciones,
manteniendo una actitud lúcida y comprometida, renunciando a juicios
sumarísimos en los que caen cabezas por doquier. Cuando abrimos los ojos, nos
damos cuenta de que hoy y siempre hay personas y grupos que, con la mejor intención,
promueven campañas para eliminar cuanto antes a quienes consideran “hierbas
malas”: abortistas, defensores de la ideología de género, corruptos, tradicionalistas,
etc. Jesús no se comportaría así porque Dios no se comporta así. Él tiene una
paciencia divina: “Tu poder es el
principio de la justicia, y tu soberanía universal te hace perdonar a todos” (Sab 12,13).
Tras la parábola del
trigo y la cizaña, que exhorta a la paciencia y a la confianza en que a Dios no
se le escapa la historia de las manos, vienen las pequeñas parábolas del grano
de mostaza y de la levadura. Ambas son una invitación a la esperanza que surge
de la certeza de que en el Espíritu y en la palabra de Cristo –aunque
insignificantes a los ojos del mundo– está presente la fuerza irresistible de
Dios. No es necesario llegar a ser una realidad imponente. No es necesario convertir a todo el mundo, hacer de la Iglesia una institución poderosa, invadir todos los campos de la vida social. El Reino de Dios no procede por invasión sino por transformación. Por si queréis profundizar más en este rico mensaje, os dejo con el vídeo
de nuestro amigo Fernando Armellini, a quien ya echábamos de menos:
Una reflexión muy serena y acertada.
ResponderEliminarMuchas gracias