Es casi
medianoche en Roma. Escribo en un lugar tan silencioso que me siento un poco extraño, habituado como estoy a los ruidos constantes de la calle en la que vivo. Espero que este
silencio me permita acoger mejor la Palabra de Dios. El Evangelio
de este V Domingo de Cuaresma es tan sugerente y consolador,
que casi no sé por dónde empezar. Como cada semana, le dejo a Fernando
Armellini que nos ofrezca una explicación pormenorizada. La de este domingo es espléndida. Esto me permite concentrarme
en un par de puntos que por alguna razón me conmueven más. El evangelista Juan compone un largo
relato sobre la reanimación (el término resurrección no es el más apropiado) de Lázaro
que, como todos los suyos, está cuajado de dobles significados: uno es el que
cualquier lector entiende; otro, el reservado a los creyentes. Toda la narración
está impregnada de vida. La historia de Lázaro no es más que otra oportunidad
para mostrar que donde está Jesús está la vida y que todos hemos sido llamados
a salir de esta vida (a través de la
puerta angosta de la muerte) para entrar
en la vida definitiva junto a Dios. El juego de salidas y entradas marca
el ritmo del relato y, con él, la dinámica de nuestra existencia. Comenzamos saliendo del vientre de nuestra madre a una vida maravillosa y terminamos saliendo de esta vida terrena para entrar en la comunión plena con Dios.
Hay un primer detalle
que me llama la atención. Se trata de las palabras que Marta le dirige a Jesús cuando éste llega demasiado tarde para ayudar a su amigo Lázaro: “Si hubieras estado aquí” (11,21). Me recuerda el famoso tema de Pink Floyd: Wish
you were here (¡Ojalá estuvieras aquí!). Son las palabras que a
cualquiera de nosotros nos brotan cuando experimentamos alguna desgracia en la
vida, oramos con fe y, a pesar de todo, sentimos que Dios no nos escucha. Las
situaciones son incontables: Si hubieras
estado aquí, mi padre no habría muerto. Si
hubieras estado aquí, no habríamos tenido ese accidente de tráfico. Si hubieras estado aquí, podrían haber
detectado el cáncer a tiempo. Si hubieras
estado aquí, no habría perdido mi puesto de trabajo. Si hubieras estado aquí, no sufriría esta depresión absurda. Si hubieras estado aquí, no habría perdido la fe… ¿Cuántas
veces hemos deseado que Jesús hubiera estado a tiempo cuando más lo necesitábamos? Su aparente silencio, tardanza e
ineficacia nos irritan, ponen a prueba nuestra frágil confianza, nos hacen dudar de su preocupación por nosotros y hasta de su existencia. El relato de la
reanimación de Lázaro pone de relieve que los retrasos de Jesús siempre tienen como objetivo un bien mayor, algo
que desborda con mucho nuestras expectativas. En el fondo, la reanimación de Lázaro no es sino un
pálido signo de la vida definitiva que nos espera a todos los que creemos en
Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida.
Quien cree en mí, aunque muera, vivirá; y quien vive y cree en mí no morirá
para siempre” (11,25-26).
Hay un segundo
detalle que me atrae mucho. Jesús, ante el amigo muerto, llora. Escribí algo
sobre el llanto de Jesús cuando el pasado mes de noviembre visité la capilla Dominus flevit de Jerusalén. Hay
personas que, ante la muerte de un ser querido, reaccionan con un llanto
incontenible, ruidoso, desesperado. Es como si las descuartizaran vivas. O como si vivieran
la muerte como el fin absoluto.
Pero, ¿cómo
es el llanto de Jesús? Es verdad que ante la tumba de su
amigo Lázaro no puede contener las lágrimas, pero su llanto es distinto del
llanto desesperado. El relato de Juan se encarga de precisar bien esta
diferencia. Para el llanto de Marta, María y los judíos, el evangelista usa el
verbo griego klaiein (v. 33) que
indica el llanto estentóreo, acompañado de gestos desesperados; el llanto de
Jesús, por el contrario, lo describe con el verbo edákrusen, que se puede traducir así: “las lágrimas comenzaron a fluir de sus ojos” (v. 35). Se trata de un llanto sereno y digno. Este
es el llanto al que estamos llamados los creyentes. ¿Por qué? Porque sabemos
que la muerte, aunque sea dolorosa por la separación física que supone, no es el
final absoluto ni interrumpe la comunión en Dios. Desde esta fe, tenemos que superar muchas formas de retener
a las personas que mueren: visitas obsesivas al cementerio (que es lo mismo que
buscar entre los muertos al que vive), apego morboso a sus recuerdos y objetos
personales, homenajes innecesarios… Es comprensible que sintamos dolor cuando
una persona querida nos deja, pero quererla retener
es, en el fondo, una forma de egoísmo. Es
como desear que no nazca a la vida plena, que siga atada a este mundo imperfecto, limitado. En el evangelio de hoy Jesús da
una orden: “Desatadlo para que pueda
caminar”. Esa misma orden se dirige a cada uno de nosotros. Tenemos que
desprendernos de muchos prejuicios, tabúes y miedos para abrirnos al don de la vida plena que Jesús nos ofrece.
Hola Gonzalo, gracias por tu reflexión. Me ha llevado a pensar que cada persona, si fuéramos capaces de prepararnos, conscientemente, para el momento final, sabríamos ir desprendiéndonos y evitaríamos, a la vez, que a los que dejamos tuvieran necesidad de retenernos.
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