Hoy hace sol, pero hace, sobre todo, silencio. Han pasado ya muchos años desde que
“Dios ha muerto”. No por muerte natural
sino por deicidio cultural. Las
banderas de muchos corazones ondean a media asta. Unos pocos –solo unos pocos–
vitorean el fracaso del Nazareno como si fuera el triunfo de sus proyectos. El
Viernes Santo es un viaje al fondo del abismo. Contemplando al Cristo
crucificado, la vida humana queda como en suspenso. Si el mejor de los nuestros
–el Hombre por excelencia– ha acabado
así, hecho una piltrafa, ¿qué esperanza nos queda a quienes hemos desarrollado
nuestra humanidad solo a medias? ¿Adónde van a parar nuestros hallazgos
científicos, nuestras obras de arte, nuestros momentos sublimes en la vida? En
algún tramo del viaje se experimenta el vértigo de la nada. ¿Por qué, Señor,
permites que se ciernan sobre nosotros las tinieblas de la duda? ¿Por qué no
corres el velo que nos muestre la otra orilla de esta vida miserable? ¿Por qué
la fe se resuelve en una espera interminable?
El único que ha bajado al fondo del abismo ha sido Jesús. Vivió como un artesano y luego como un predicador itinerante. No tuvo hijos. Se rodeó de algunos hombres y mujeres que lo seguían. Desafió el sistema imperante. Fue
condenado sin pruebas. Murió desnudo. Eran como las tres de la tarde del 7 de abril del año 30. Siempre hizo, hasta el final, la voluntad del Padre. Quiso que pasase el cáliz de la amargura, pero lo sorbió con decisión. Es necesario contar año tras año esta historia con detalle para que todo sufrimiento humano encuentre un horizonte de sentido. No
hay cáncer terminal, esclerosis múltiple, injusticia sangrante, abandono afectivo, hambruna o
guerra, matanzas o suicidios a los que Él no haya descendido. Ha llegado hasta la
frontera extrema donde la realidad parece olvidarse de Dios o Dios parece
indiferente al sufrimiento. Ningún ateo, moderno o
posmoderno, ha descendido tan abajo, aunque todos invoquen el argumento del silencio divino para sostener que es imposible que exista un Dios que sea tan insensible al dolor de los seres humanos. O puede y no quiere, o quiere y no puede. En cualquier caso, todo es absurdo. Es más honrado no creer en un Dios así. Sin la experiencia reveladora de la cruz de Jesús no tendríamos más remedio que darles la razón. Sin embargo, el Viernes Santo arroja una luz nueva sobre el misterio más oscuro de la existencia. Nos hace ver que nadie ha proferido con tanta hondura y realismo –pero sin desesperanza– el grito del salmo 22 como Cristo, el Hijo amado del Padre: “Oh Dios, ¿por qué me
has abandonado?” (Mt 27,46; Mc 15,34). Cuando los evangelios de Mateo y de Marcos ponen en labios del Jesús agonizante las
palabras sálmicas están narrando un viaje sin testigos: solo ante el
abismo. El mismo Padre que había dicho en el Bautismo y en la Transfiguración “Tú eres mi hijo amado”, ahora, en el momento cumbre, parece haberse esfumado. No sabe/no contesta. ¿Quién entiende este misterio de ausencia/presencia?
Me pregunto hasta qué hondura puede descender una persona creyente, qué
cantidad de sinsentido aguanta su pobre inteligencia, cuánta soledad tolera su
corazón, en qué abismos vislumbra la luz del Dios que da sentido a todo y traspasa
la barrera de la muerte. Maestros, enfermeros, escritores o trabajadores
sociales hay muchos. Quizá no suficientes para las infinitas necesidades
humanas, pero, en cualquier caso, muchos. Faltan buceadores en el misterio
abisal del sinsentido, personas que hayan atravesado el oscuro túnel de la vida
sin Dios y, al final, den testimonio, como Jesús, de que Él existe y de que la
muerte y sus efectos colaterales no tienen la última palabra. Testigos de la
luz, vigías de resurrección. Esta es la verdadera necesidad del mundo. Hoy,
Viernes Santo, lo vemos con más claridad. Tras este viaje, la solidaridad con
los seres humanos adquiriría otro rostro. Uno comprendería mejor lo que siente
un divorciado que no puede ver a alguno de sus hijos ni puede canónicamente
rehacer su vida matrimonial. Entendería qué noche vive un enfermo terminal, por
qué algunos científicos que han visitado el corazón de las células no creen o
qué le pasa a un adolescente que
convierte el suicidio en la única salida a una vida sin alicientes.
El Viernes Santo nos depara una sorpresa aún mayor que el descendimiento al abismo del sinsentido. El evangelio de Juan que leemos hoy la subraya con fuerza. La cruz no es solo patíbulo de muerte: ¡es, sobre todo, trono de gloria! Los creyentes en el Jesús que muere en la cruz hemos sido
agraciados con un tesoro. En la oscuridad de nuestros abismos, nuestra vida
cristiana muestra que todo está transido de resurrección. ¿Por qué habríamos de temer el diálogo con los que no creen o
con los que dudan si nosotros hemos probado en nuestra carne el vértigo de la
vida sin Dios? Los mismos que decimos “Dios
mío, de día clamo, y no contestas” (Sal 22,3) podemos proclamar: “Anunciaré tu nombre a mis hermanos”
(Sal 22,23). Viernes Santo es la fiesta de todos los que han bajado al pozo de
la existencia, de quienes no encuentran apoyo, de quienes consideran que la
vida es una condena a muerte en masa. Pero es, sobre todo, la fiesta de
quienes, asidos a Jesús, descubren que Dios nunca abandona a sus hijos, que
recoge todas las lágrimas en el odre de su misericordia, que no dejará ningún sufrimiento sin consuelo y ninguna injusticia sin condena. En medio de la prueba,
uno puede morir tranquilo haciendo suyas las palabras de Jesús: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”
(Lc 23,46). Sí, Dios no ha faltado a su cita. Él estaba allí.
Para meditar la pasión según san Juan que hoy se lee en la liturgia, os sugiero los comentarios de Fernando Armellini y también el vídeo que sigue a continuación (no olvidéis activar los subtítulos en castellano):
Para meditar la pasión según san Juan que hoy se lee en la liturgia, os sugiero los comentarios de Fernando Armellini y también el vídeo que sigue a continuación (no olvidéis activar los subtítulos en castellano):
Muchas gracias, Gonzalo. Aquí en el Sur sabes que somos mucho de enredarnos en los "colores" de la profundidad abisal y, como los borrachos de nitrógeno, no atinamos a distinguir arriba y abajo. Rezo por todos aquellos que se viven un viernes perpetuo de soledad, oscuridad y sufrimiento. Que el Viernes Santo sea como una "catapulta gravitacional" que los/nos lance a la victoria, a la luz perpetua de la madrugada del Domingo.
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