Ayer me pasé varias
horas en la embajada de un país que visitaré dentro de unas semanas. No se trataba
de una entrevista con el embajador o de una recepción, sino de algo mucho más prosaico: solicitar el
visado de entrada en ese país. Como se trata de un país muy poco visitado, no había
nadie más que yo en la sala de espera, así que no hubo el menor riesgo de aglomeración,
ni tuve que guardar cola. Según la placa que había en la entrada, la atención al
público comenzaba a las 10 de la mañana. El encargado de la recepción apareció un poco antes
de las 11. Esperé con una impaciencia mal disimulada. Cualquier leve signo de protesta podría haber
complicado las cosas. Después de presentar toda la documentación, el funcionario –que fue correcto y hasta amable– me dice que
el pago de las tasas hay que hacerlo a través del banco. Con los datos de la
cuenta bancaria de la embajada, me dirijo a la sucursal del banco más cercana. Tras
una larga espera, cuando voy a hacer el ingreso, el encargado de turno me dice
que debo presentar dos documentos complementarios porque la nueva ley italiana
los exige para evitar cualquier riesgo de reciclaggio
(de lavado de dinero negro, vamos). Me dirijo a mi casa, recojo los documentos
solicitados, vuelvo a la oficina bancaria y, tras retirar de la máquina expendedora
el papelito con mi número, hago la cola correspondiente. Me llega el turno.
Ingresar 100 miserables euros me lleva casi media hora más. Se ve que me tocó
un trabajador poco experimentado o que el procedimiento –estamos en Italia– es
muy prolijo. Regreso a la embajada, presento el justificante del ingreso
bancario y vuelvo a esperar. El funcionario de recepción me dice que debo abonar 50
euros más si quiero que me den el visado en el día; de lo contrario, tendré que
esperar alguna semana. Sé adónde van a parar esos euros. El chantaje es claro,
pero paso por él, dado que no puedo jugar con las fechas. Regreso a casa con el
dichoso visado estampado en el pasaporte. Cae de plano el sol del primo pomeriggio.
En realidad, lo
que yo viví ayer lo viven a diario –y en peores condiciones– millones de ciudadanos
de todo el mundo que se acercan a cualquier oficina pública. La burocracia consume tiempo, dinero y humor.
Hay países que sienten verdadera pasión por los papeles, las firmas y los
sellos. Es verdad que los trabajadores están a menudo estresados. Es verdad que
no es fácil atender a un público variopinto que va desde la viejecita sorda a la
que hay que repetirle todo varias veces hasta el tipo arrogante que llega
insultando. Es verdad que se trata de un trabajo tedioso y no siempre bien
remunerado. Es verdad que los horarios a veces son extenuantes. Es verdad que a
menudo los usuarios no seguimos los procedimientos previstos y complicamos los
procesos. Pero también es verdad que se necesita un talante especial para
trabajar en los servicios públicos y que no todo el mundo está capacitado para
ello, aunque tenga los conocimientos técnicos requeridos.
Me llaman la atención
las distintas denominaciones que se da a estos trabajadores públicos en algunas
lenguas, aunque no suele existir un término único. En Italia, el país en el que
vivo, se suelen llamar dipendenti pubblici
(dependientes públicos). El término dependiente
oculta una concepción un poco clientelista. Y, por desgracia, es así. Se
depende del Estado, pero también de las recomendaciones que uno tiene para
obtener el puesto, de los contactos internos. Uno depende también de los
demonios asociados al puesto fijo (escaso reciclaje, pereza, baja productividad, etc.).
En España y Francia solemos utilizar el término funcionario/fonctionnaire. La idea que se desprende es que estos
trabajadores realizan una tarea, una función. Se acentúa su competencia
profesional al servicio de las diversas instituciones en las que trabajan. El
riesgo de funcionalismo (predominio de la gestión sobre la relación) es claro.
En varios países anglosajones se suele emplear la expresión public servants (servidores públicos). Es probable que algunos de
los trabajadores de estos países no respondan a lo que su nombre indica, pero,
por lo menos, en esta denominación aparece con claridad el carácter de servicio público. Los funcionarios no
son pequeños reyezuelos que complican la vida a los ciudadanos sino, ante todo,
servidores. Su tarea consiste en
prestar un servicio por el que reciben un salario que proviene de los impuestos
que todos los ciudadanos pagamos. Esto significa que tienen que estar
entrenados no solo para realizar su función con profesionalidad sino también –y,
sobre todo– para atender a las personas con educación, amabilidad y siempre
buscando facilitarles las cosas, no complicándoselas sin necesidad.
Es probable que
algunos de los que leéis a diario este blog
trabajéis en algún estamento de la función pública. Tendréis muchas experiencias
de compañeros de trabajo que maltratan a los ciudadanos y también de excelentes
funcionarios que son verdaderos servidores. Y, como es lógico, os habréis encontrado
con ciudadanos correctos y colaboradores y con otros que son maleducados e
insolentes. ¿Cómo se puede avanzar hacia sociedades en las que los trabajadores
públicos tomen clara conciencia de que son, ante todo, servidores de las personas y no
tanto de una institución anónima; y los ciudadanos, por nuestra parte, sin renunciar
a nuestros derechos, sepamos también ser conscientes de nuestros deberes? Queda
mucho por hacer en el campo de la educación cívica.
Hola
ResponderEliminarcomo estas ?? si tiene problemas para liquidar sus deudas y hacer un proyecto de la pobreza póngase en contacto con:
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