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miércoles, 29 de marzo de 2017

Servidores públicos

Ayer me pasé varias horas en la embajada de un país que visitaré dentro de unas semanas. No se trataba de una entrevista con el embajador o de una recepción, sino de algo mucho más prosaico: solicitar el visado de entrada en ese país. Como se trata de un país muy poco visitado, no había nadie más que yo en la sala de espera, así que no hubo el menor riesgo de aglomeración, ni tuve que guardar cola. Según la placa que había en la entrada, la atención al público comenzaba a las 10 de la mañana. El encargado de la recepción apareció un poco antes de las 11. Esperé con una impaciencia mal disimulada.  Cualquier leve signo de protesta podría haber complicado las cosas. Después de presentar toda la documentación, el funcionario que fue correcto y hasta amable me dice que el pago de las tasas hay que hacerlo a través del banco. Con los datos de la cuenta bancaria de la embajada, me dirijo a la sucursal del banco más cercana. Tras una larga espera, cuando voy a hacer el ingreso, el encargado de turno me dice que debo presentar dos documentos complementarios porque la nueva ley italiana los exige para evitar cualquier riesgo de reciclaggio (de lavado de dinero negro, vamos). Me dirijo a mi casa, recojo los documentos solicitados, vuelvo a la oficina bancaria y, tras retirar de la máquina expendedora el papelito con mi número, hago la cola correspondiente. Me llega el turno. Ingresar 100 miserables euros me lleva casi media hora más. Se ve que me tocó un trabajador poco experimentado o que el procedimiento –estamos en Italia– es muy prolijo. Regreso a la embajada, presento el justificante del ingreso bancario y vuelvo a esperar. El funcionario de recepción me dice que debo abonar 50 euros más si quiero que me den el visado en el día; de lo contrario, tendré que esperar alguna semana. Sé adónde van a parar esos euros. El chantaje es claro, pero paso por él, dado que no puedo jugar con las fechas. Regreso a casa con el dichoso visado estampado en el pasaporte. Cae de plano el sol del primo pomeriggio.

En realidad, lo que yo viví ayer lo viven a diario –y en peores condiciones– millones de ciudadanos de todo el mundo que se acercan a cualquier oficina pública. La burocracia consume tiempo, dinero y humor. Hay países que sienten verdadera pasión por los papeles, las firmas y los sellos. Es verdad que los trabajadores están a menudo estresados. Es verdad que no es fácil atender a un público variopinto que va desde la viejecita sorda a la que hay que repetirle todo varias veces hasta el tipo arrogante que llega insultando. Es verdad que se trata de un trabajo tedioso y no siempre bien remunerado. Es verdad que los horarios a veces son extenuantes. Es verdad que a menudo los usuarios no seguimos los procedimientos previstos y complicamos los procesos. Pero también es verdad que se necesita un talante especial para trabajar en los servicios públicos y que no todo el mundo está capacitado para ello, aunque tenga los conocimientos técnicos requeridos.

Me llaman la atención las distintas denominaciones que se da a estos trabajadores públicos en algunas lenguas, aunque no suele existir un término único. En Italia, el país en el que vivo, se suelen llamar dipendenti pubblici (dependientes públicos). El término dependiente oculta una concepción un poco clientelista. Y, por desgracia, es así. Se depende del Estado, pero también de las recomendaciones que uno tiene para obtener el puesto, de los contactos internos. Uno  depende también de los demonios asociados al puesto fijo (escaso reciclaje, pereza, baja productividad, etc.). En España y Francia solemos utilizar el término funcionario/fonctionnaire. La idea que se desprende es que estos trabajadores realizan una tarea, una función. Se acentúa su competencia profesional al servicio de las diversas instituciones en las que trabajan. El riesgo de funcionalismo (predominio de la gestión sobre la relación) es claro. En varios países anglosajones se suele emplear la expresión public servants (servidores públicos). Es probable que algunos de los trabajadores de estos países no respondan a lo que su nombre indica, pero, por lo menos, en esta denominación aparece con claridad el carácter de servicio público. Los funcionarios no son pequeños reyezuelos que complican la vida a los ciudadanos sino, ante todo, servidores. Su tarea consiste en prestar un servicio por el que reciben un salario que proviene de los impuestos que todos los ciudadanos pagamos. Esto significa que tienen que estar entrenados no solo para realizar su función con profesionalidad sino también –y, sobre todo– para atender a las personas con educación, amabilidad y siempre buscando facilitarles las cosas, no complicándoselas sin necesidad.

Es probable que algunos de los que leéis a diario este blog trabajéis en algún estamento de la función pública. Tendréis muchas experiencias de compañeros de trabajo que maltratan a los ciudadanos y también de excelentes funcionarios que son verdaderos servidores. Y, como es lógico, os habréis encontrado con ciudadanos correctos y colaboradores y con otros que son maleducados e insolentes. ¿Cómo se puede avanzar hacia sociedades en las que los trabajadores públicos tomen clara conciencia de que son, ante todo, servidores de las personas y no tanto de una institución anónima; y los ciudadanos, por nuestra parte, sin renunciar a nuestros derechos, sepamos también ser conscientes de nuestros deberes? Queda mucho por hacer en el campo de la educación cívica

1 comentario:

  1. Hola

    como estas ?? si tiene problemas para liquidar sus deudas y hacer un proyecto de la pobreza póngase en contacto con:

    mickaelduboquet@gmail.com

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