Termina el mes de
marzo. Lo comenzamos el pasado día 1 con la celebración del Miércoles
de Ceniza, inicio de la Cuaresma. Queda ya poco para la Semana Santa.
El camino continúa. Nunca es tarde para aprovechar la oportunidad que la
liturgia nos ofrece: “Si hoy escucháis su
voz, no endurezcáis el corazón” (Sal 94). El mundo prosigue su ritmo. Los
periódicos hablan de un golpe
de Estado en Venezuela como paso hacia una dictadura, del “síndrome
Enrique VIII” tras la activación del Brexit y hasta del hecho esperanzador de que El Salvador sea el
primer país del mundo en prohibir
la minería metálica. Junto a las grandes
noticias de las que todos hablan, están las pequeñas noticias de nuestro mundo personal, las que nos
proporcionan alegrías y dolores de cabeza. Cada uno tenemos las nuestras. ¿Cómo
caer en la cuenta de que la relación con Dios se produce ahí, en el escenario
de la vida cotidiana, en la capacidad de descifrar lo que Él nos está diciendo a
través de los acontecimientos, pequeños o grandes, que vivimos? ¿Cómo caminar
con esta conciencia y con esta esperanza?
Hay un hermoso himno, repetido por la liturgia en el tiempo de Cuaresma, que puede ayudarnos a encontrar
algunas claves. Consta de cuatro estrofas de versos eneasílabos. Merece la pena
meditarlas.
En tierra extraña
peregrinos
con esperanza
caminamos,
que, si arduos son
nuestros caminos,
sabemos bien a dónde
vamos.
La vida es un camino.
Esto lo dicen desde los filósofos más conspicuos hasta los cantantes pop y las road movies americanas. Pero nosotros no
caminamos como simples turistas o corredores. Mucho menos como vagabundos que no saben si
existe una meta. Nosotros tenemos el estatuto de peregrinos porque sabemos bien adónde vamos. La Cuaresma
nos recuerda, una y otra vez, que la meta del cristiano es la misma de Jesús:
la Pascua; es decir, el paso del
sufrimiento a la gloria, de esta vida terrena a la vida definitiva con Dios.
Por eso, aunque tengamos muchas dificultades –arduos son nuestros caminos– no caminamos como zombis o como
personas que han tirado la toalla, resignadas a lo que venga. El himno declara
nuestra actitud: con esperanza caminamos.
La esperanza es la virtud de quienes saben que la realidad los desborda y, con
humildad, se entregan a ella.
En el desierto un
alto hacemos,
es el Señor quien
nos convida,
aquí comemos y
bebemos
el pan y el vino de
la Vida.
No se puede caminar
mucho tiempo sin alimentarse. Quizá una de las razones por las que la vida se
convierte en una carga pesada es porque no sabemos cuidar la dieta. Quien se
alimenta de rencor y basura, se convierte en una persona por los suelos, con el
corazón lleno de odio. El Señor nos invita a alimentarnos con el pan y el vino de la Vida. Es
imposible mantenerse lozanos y fuertes sin la Eucaristía. Por eso, me cuesta entender que
muchos creyentes sigan repitiendo eso de que “la Eucaristía no me dice nada”, “la
Eucaristía es inútil”. ¡Qué manjar tan desperdiciado! Es –como señalaba el viejo Ignacio
de Antioquía– fármaco de
inmortalidad. ¡Cuántas debilidades podrían ser superadas con el complejo vitamínico de la Eucaristía!
Para el camino se nos
queda
entre las manos,
guiadora,
la cruz, bordón, que
es la vereda
y es la bandera
triunfadora.
Una vez repuestos
con la comida que nos sacia y con el vino que alegra el corazón, volvemos al
camino. Necesitamos apoyarnos para que el peso de nuestro cuerpo y de la mochila
que cargamos no acabe con nosotros. El bordón del peregrino cristiano es la
cruz. Unidos a ella, participamos de los dolores de Cristo, nos solidarizamos
con los dolores de todos los seres humanos. Y, al mismo tiempo, experimentamos
la energía salvadora que la cruz exuda. Asirse a la cruz no significa agarrarse
a un clavo ardiendo, sino a la verdadera bandera
triunfadora. Durante este tiempo de Cuaresma repetimos con frecuencia el canto: “Victoria, tú reinarás, oh cruz, tú nos salvarás”.
Entre el dolor y la
alegría,
con Cristo avanza en
su andadura
un hombre, un pobre
que confía
y busca la ciudad
futura.
En el camino se
entrecruzan el dolor y la alegría.
Sabemos que las rosas tienen pétalos hermosos y espinas punzantes. Así es la vida. Por eso no conviene dejarse
seducir por quienes nos prometen el cielo en esta tierra: paraísos
inalcanzables que solo redoblan la frustración y nos sumergen en un mar de
adicciones. La fe no nos libra del dolor, pero nos ofrece el sentido. No caminamos
solos. El ser humano con Cristo avanza en
su andadura. Somos conscientes de nuestra pequeñez, renunciamos a los
sueños vanos de omnipotencia (por más que la tentación reaparezca, una y otra
vez, en forma de conquistas científicas, megalomanías filosóficas y
totalitarismos políticos). Nos sabemos pobres, pero confiados. El creyente se
compromete como el que más en la construcción de un mundo mejor, pero, en
realidad, busca la ciudad futura,
porque esa es su verdadera patria. La Pascua es una anticipación maravillosa.
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