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viernes, 31 de marzo de 2017

En tierra extraña peregrinos

Termina el mes de marzo. Lo comenzamos el pasado día 1 con la celebración del Miércoles de Ceniza, inicio de la Cuaresma. Queda ya poco para la Semana Santa. El camino continúa. Nunca es tarde para aprovechar la oportunidad que la liturgia nos ofrece: “Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis el corazón” (Sal 94). El mundo prosigue su ritmo. Los periódicos hablan de un golpe de Estado en Venezuela como paso hacia una dictadura, del “síndrome Enrique VIII” tras la activación del Brexit y hasta del hecho esperanzador de que El Salvador sea el primer país del mundo en prohibir la minería metálica. Junto a las grandes noticias de las que todos hablan, están las pequeñas noticias de nuestro mundo personal, las que nos proporcionan alegrías y dolores de cabeza. Cada uno tenemos las nuestras. ¿Cómo caer en la cuenta de que la relación con Dios se produce ahí, en el escenario de la vida cotidiana, en la capacidad de descifrar lo que Él nos está diciendo a través de los acontecimientos, pequeños o grandes, que vivimos? ¿Cómo caminar con esta conciencia y con esta esperanza?

Hay un hermoso himno, repetido por la liturgia en el tiempo de Cuaresma, que puede ayudarnos a encontrar algunas claves. Consta de cuatro estrofas de versos eneasílabos. Merece la pena meditarlas.

En tierra extraña peregrinos
con esperanza caminamos,
que, si arduos son nuestros caminos,
sabemos bien a dónde vamos.

La vida es un camino. Esto lo dicen desde los filósofos más conspicuos hasta los cantantes pop y las road movies americanas. Pero nosotros no caminamos como simples turistas o corredores. Mucho menos como vagabundos que no saben si existe una meta. Nosotros tenemos el estatuto de peregrinos porque sabemos bien adónde vamos. La Cuaresma nos recuerda, una y otra vez, que la meta del cristiano es la misma de Jesús: la Pascua; es decir, el paso del sufrimiento a la gloria, de esta vida terrena a la vida definitiva con Dios. Por eso, aunque tengamos muchas dificultades –arduos son nuestros caminos– no caminamos como zombis o como personas que han tirado la toalla, resignadas a lo que venga. El himno declara nuestra actitud: con esperanza caminamos. La esperanza es la virtud de quienes saben que la realidad los desborda y, con humildad, se entregan a ella.

En el desierto un alto hacemos,
es el Señor quien nos convida,
aquí comemos y bebemos
el pan y el vino de la Vida.

No se puede caminar mucho tiempo sin alimentarse. Quizá una de las razones por las que la vida se convierte en una carga pesada es porque no sabemos cuidar la dieta. Quien se alimenta de rencor y basura, se convierte en una persona por los suelos, con el corazón lleno de odio. El Señor nos invita a alimentarnos con el pan y el vino de la VidaEs imposible mantenerse lozanos y fuertes sin la Eucaristía. Por eso, me cuesta entender que muchos creyentes sigan repitiendo eso de que “la Eucaristía no me dice nada”, “la Eucaristía es inútil”. ¡Qué manjar tan desperdiciado! Es –como señalaba el viejo Ignacio de Antioquíafármaco de inmortalidad. ¡Cuántas debilidades podrían ser superadas con el complejo vitamínico de la Eucaristía!

Para el camino se nos queda
entre las manos, guiadora,
la cruz, bordón, que es la vereda
y es la bandera triunfadora.

Una vez repuestos con la comida que nos sacia y con el vino que alegra el corazón, volvemos al camino. Necesitamos apoyarnos para que el peso de nuestro cuerpo y de la mochila que cargamos no acabe con nosotros. El bordón del peregrino cristiano es la cruz. Unidos a ella, participamos de los dolores de Cristo, nos solidarizamos con los dolores de todos los seres humanos. Y, al mismo tiempo, experimentamos la energía salvadora que la cruz exuda. Asirse a la cruz no significa agarrarse a un clavo ardiendo, sino a la verdadera bandera triunfadora. Durante este tiempo de Cuaresma repetimos con frecuencia el canto: Victoria, tú reinarás, oh cruz, tú nos salvarás

Entre el dolor y la alegría,
con Cristo avanza en su andadura
un hombre, un pobre que confía
y busca la ciudad futura.

En el camino se entrecruzan el dolor y la alegría. Sabemos que las rosas tienen pétalos hermosos y espinas punzantes.  Así es la vida. Por eso no conviene dejarse seducir por quienes nos prometen el cielo en esta tierra: paraísos inalcanzables que solo redoblan la frustración y nos sumergen en un mar de adicciones. La fe no nos libra del dolor, pero nos ofrece el sentido. No caminamos solos. El ser humano con Cristo avanza en su andadura. Somos conscientes de nuestra pequeñez, renunciamos a los sueños vanos de omnipotencia (por más que la tentación reaparezca, una y otra vez, en forma de conquistas científicas, megalomanías filosóficas y totalitarismos políticos). Nos sabemos pobres, pero confiados. El creyente se compromete como el que más en la construcción de un mundo mejor, pero, en realidad, busca la ciudad futura, porque esa es su verdadera patria. La Pascua es una anticipación maravillosa. 

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