Hemos llegado al IV Domingo de Cuaresma. Es el domingo Laetare, una invitación a la alegría en medio del
arduo camino cuaresmal porque la Pascua está ya cerca. Yo comienzo este domingo
muy contento, a pesar de la hora que le he quitado al sueño por culpa del
famoso cambio horario. Ayer –Solemnidad
de la Anunciación del Señor– presidí la Eucaristía en la que una amiga mía, que
cumplía 25 años de sus primeros votos, renovó su profesión religiosa. Fue en Ciampino, a cuatro pasos del famoso aeropuerto que
usa Ryanair para sus vuelos low cost, y a 15 kilómetros de Roma. Fue
una celebración familiar, alegre y emotiva. Confieso que a mí se me escapó
alguna lagrimilla. Mientras nosotros celebrábamos la Eucaristía, los líderes de
la Unión Europea almorzaban con el presidente Sergio Mattarella
en el impresionante palacio del Quirinal. Esperemos que la diplomacia del mantel
logre más avances que las interminables discusiones parlamentarias.
El Evangelio de
este domingo es muy largo. Cuenta la historia del ciego de nacimiento curado
por Jesús. De entrada, a una pregunta de los discípulos, Jesús aclara que el
muchacho no está ciego como consecuencia de sus pecados o los de sus padres. La
enfermedad no es un castigo, aunque pueda ser el efecto de un desequilibrio
personal. En realidad, al evangelista Juan lo que realmente le importa es describir
un itinerario de fe, mostrar cómo se pasa de la ceguera a ese “Creo, Señor” que
el muchacho curado profiere con entusiasmo. Sobre la base de un hecho histórico
–que debió de resultar muy sorprendente– Juan articula una catequesis sobre la
fe y sobre Jesús como luz del mundo. Fernando Armellini nos ofrece una larga
y minuciosa explicación de este pasaje. Conviene entrar en los pormenores para
no quedarnos con una explicación superficial. Uno se da cuenta de que los
relatos bíblicos –y de, manera especial, los del cuarto evangelio– son piezas
de orfebrería. Cada detalle tiene un significado. Nada está de relleno. Nada se
escribe por azar.
¿Estamos ciegos
hoy? El refrán dice que No hay peor ciego
que el que no quiere ver. Tengo la impresión de que, a menudo, preferimos
no ver. Estamos contentos en nuestra zona umbrosa, que es, por paradójico que
resulte, nuestra zona de confort. Creemos que si nos abrimos a la luz vamos a
tener que cambiar muchas cosas de nuestro estilo de vida. Somos deudores de una
concepción muy moralizante. La luz de la fe no es una tabla de mandamientos que
hay que cumplir, o un fardo que se coloca sobre nuestras débiles espaldas. ¡Es
una explosión de sentido y alegría! Creer significa, en primer lugar, adherirse
a la persona de Jesús y, unidos a él, descubrir que esta vida tiene sentido,
que somos importantes para Alguien. Creer es abrir los ojos, ver, pasar de la
inconsciencia y el sopor a un estado de vigilia. Solo después de haber tomado conciencia
de que somos hijos de la luz empezaremos
a realizar las obras de la luz. Y,
como pequeños fósforos, iluminaremos la oscuridad de este mundo. Hace años, en
los conciertos nocturnos al aire libre, era frecuente ver a mucha gente
encendiendo sus mecheros. Hoy conectan sus teléfonos móviles. El efecto es
similar. Muchos pequeños puntitos de luz acaban creando una atmósfera sugestiva.
Aunque son muchos, no deslumbran. Solo iluminan, orientan.
La fe no nos
convierte en personas deslumbrantes que van por la vida con una solución para
cada problema, mirando por encima del hombro a los pobres desgraciados que no
ven. La fe es una linterna diminuta que no nos ahorra el esfuerzo de caminar,
pero nos ayuda a ver el camino. Es una participación en la gran luz que es Jesús:
Tu luz nos hace ver la luz. El pasado
viernes pude hablar durante un par de horas con un joven croata, hijo de madre
musulmana, que compartió conmigo la experiencia de conversión de toda su
familia a la fe cristiana. La mediación no fue un libro de teología, la charla
de un sacerdote o el testimonio de un grupo de cristianos que sirven a los
necesitados. Todo sucedió en una visita casual a un santuario mariano. De
repente, sin saber por qué, sin nada que lo justificara, la luz irrumpió en sus
vidas. Se sintieron irresistiblemente atraídos por Jesús. Descubrieron el don de
la fe. Y sintieron que la Madre les daba el único mandamiento mariano que
registra la Biblia: Haced lo que Él os
diga. Lo que vino luego es maravilloso, pero pertenece al ámbito de la
intimidad. Historias como estas suceden todos los días. Dios no se olvida de
este mundo. Hay más ciegos curados de lo que a simple vista parece. Cada uno de
ellos es una linterna más que se enciende para alumbrar la vida del mundo.
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