Confieso que el
relato de la Transfiguración
de Jesús que se lee en el evangelio de este II Domingo de Cuaresma me atrae de una manera muy intensa. El año pasado lo abordé a partir de una comida
con los pobres en la cripta de Santa Lucia in Gonfalone. La experiencia me llevó a preguntarme: ¿Desfigurados o transfigurados? Volví sobre el tema el 6 de agosto,
fiesta de la Transfiguración. Como estábamos en plenos Juegos Olímpicos de Río,
mi pregunta tomó otro cariz: ¿Olímpicos o transfigurados? No contento con
estas dos referencias, volví a la carga el pasado 5 de noviembre cuando subí al Monte Tabor
en compañía de otros compañeros claretianos. ¿Qué puedo añadir ahora a lo ya dicho y, sobre
todo, a lo que, un domingo más, nos explica con su habitual competencia Fernando
Armellini? Entiendo el relato de Mateo como una excursión transformadora, una metáfora de
lo que nos pasa en la vida. Subimos al monte acompañando a Jesús, cargados con
nuestras mochilas. Permanecemos un rato con él en la cumbre mientras sucede
algo extraordinario. Y bajamos de nuevo al valle de la vida cotidiana. Son tres
etapas de un itinerario que transforma la vida.
Subida al monte. En el evangelio de Mateo, cuando Jesús quiere
revelar algo muy importante, sube siempre a un monte: la última tentación tiene
lugar en un monte (cf. Mt 4,8); las bienaventuranzas son proclamadas en un
monte (cf. Mt 5,1); en un monte se realiza la multiplicación de los panes (cf.
Mt 15,29) y, al final del evangelio, cuando los discípulos se encuentran con el
Resucitado y son enviados al mundo entero, están “en el monte que les había indicado Jesús” (Mt 28,16). Me imagino también
a mí mismo subiendo a un monte alto, cargado con la mochila que me regalaron en
Filipinas hace unos meses. Dentro llevo las preocupaciones, preguntas y
sinsabores que he ido acumulando a lo largo de la vida. Jesús me invita a subir
con él, pero no me libra de tener que cargar con la mochila. Es una invitación
a asumir lo que soy, el peso de la existencia, sin buscar fáciles atajos y sin
depositar en las espaldas de otros mi propio peso.
Revelación en la cumbre. Lo que sucede arriba no se puede despachar con
cuatro palabras. El rostro de Jesús se vuelve resplandeciente, como el de
Moisés cuando bajó del Sinaí. La voz que sale de la nube emite un mensaje nítido
que parece desvelar quién es Jesús: “Éste
es mi Hijo querido, mi predilecto. Escuchadlo” (Mt 17,5). La composición no
puede ser más redonda. Moisés (la ley) y Elías (los profetas) aparecen hablando
con Jesús. Es un modo escenográfico de decir que toda la Escritura está
revelando quién es él. Pero la clave definitiva viene de la nube (de Dios
mismo). Jesús no es solo un nuevo legislador (al estilo de Moisés) o un profeta
(como Elías). Él es el Hijo. Podemos fiarnos de él. Debemos escucharlo (“Escucha, Israel”) como el pueblo
escuchaba a Yahvé. Ver en el hombre Jesús la huella del Dios invisible produce
en los tres discípulos (Pedro, Santiago y Juan) un verdadero “mal de altura” del que no acaban de reponerse.
Jesús mismo tiene que animarlos: “¡Levantaos,
no tengáis miedo!” (Mt 17,7). No estamos preparados para acoger la revelación
del misterio de Jesús. Nos asusta. Preferimos seguir viéndolo como alguien al alcance de la mano: un profeta, un maestro,
un líder, un sabio, un revolucionario, un idealista… ¡Pero él es el Hijo
querido! Esta es su identidad más profunda. En el fondo, sentimos que esas palabras se pronuncian también sobre
cada uno de nosotros. Cuando no sabemos bien quiénes somos en el mar de la confusión, cuando nos preguntamos qué pintamos en esta vida, el mismo Dios nos susurra al oído: “Tú
eres mi hijo amado”. Nos quedamos de piedra. El corazón se pone latir más deprisa.
Bajada al valle. La experiencia de la cumbre no dura mucho.
Tampoco se puede detener o atrapar. No podemos montar nuestras tiendas en la cima del
monte. Tenemos que bajar de nuevo al valle de la vida cotidiana. Dios no nos
quiere escaladores permanentes sino hombres y mujeres del llano. Por fuera, las
cosas seguirán siendo como siempre. Tendremos que levantarnos el lunes por la
mañana, volver al trabajo, encontrarnos con las personas, atender nuestros
asuntos, afrontar los problemas, padecer contrariedades, vivir confundidos,
buscar refugio… Pero por dentro todo será distinto. Tras la experiencia de la
cumbre, tenemos una clave que nos permitirá dar sentido a todo lo que nos suceda. Ya no vamos por la vida como zombis, sonámbulos o vagabundos. En la cumbre se nos ha entregado
el carné de hijos. ¿Hay alguien que pueda impedirnos ser felices?
No todos padecen "el mal de altura"; si no, que se lo pregunten al muchacho del vídeo. Feliz domingo a todos.
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