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jueves, 9 de febrero de 2017

Si el Señor no construye la casa

En algún rincón de este blog he confesado que dos de mis vocaciones frustradas son la arquitectura y la música. En realidad, calificarlas de frustradas resulta excesivo porque he seguido cultivándolas en tono menor; sobre todo, la música. De hecho, he dedicado varios posts a hablar de algunos de mis compositores y cantantes favoritos. Y también de algunas canciones que siempre me han gustado, aunque la selección haya sido más bien escuálida. Cuando puedo, sigo tocando el órgano y la guitarra y componiendo alguna cosilla. Pero creo que nunca he hablado de los ratos en los que doy rienda suelta a mi pasión por la arquitectura. Suelen coincidir con momentos de cansancio o aburrimiento, que –dicho sea de paso– son pocos. Entonces, abro mi cuaderno de papel cuadriculado, saco mi lápiz Staedtler y mi goma de borrar y empiezo a imaginar formas y volúmenes. Cuando dispongo de más tiempo, traslado los planos a SketchUp, un programa sencillo de diseño gráfico y modelado. No está hecho para profesionales sino para simples aficionados como yo. Permite conceptualizar y modelar imágenes en 3D de edificios, coches, personas y cualquier objeto que uno pueda imaginar. Los tres diseños que veis en el post de hoy los he hecho con este programa. No son ninguna obra de arte, pero me ayudan a matar el tiempo. Cuando me quiero dar cuenta, han pasado dos horas muy entretenidas.

¿Por qué me gusta la arquitectura? Porque combina tres elementos que siempre me han atraído mucho: la técnica, la estética y la función social. La arquitectura exige un mínimo de inteligencia espacial  para percibir colores, líneas, formas, figuras, espacios, volúmenes, distancias… y la relación que existe entre ellos. Implica también la capacidad para procesar información en tres dimensiones. La arquitectura es funcionalidad y belleza, sin que ambas puedan separarse. No concibo un edificio que no sirva para algo y que, al mismo tiempo, no sea armónico. Por último, frente al exhibicionismo hueco de algunos arquitectos contemporáneos, la arquitectura tiene una intrínseca función social: debe contribuir a mejorar la vida de las personas, no tanto de los ricos que pueden costearse casas dispendiosas, sino, sobre todo, de los que tienen menos recursos. Unida al urbanismo y a otras disciplinas, crea pueblos y ciudades habitables y sostenibles. 

De entre los diversos elementos que configuran el proceso creativo hay dos que a mí me atraen más: el espacio y la luz. Conseguir crear espacios armónicos que favorezcan la armonía personal y comunitaria es mi obsesión. Estoy convencido de que muchos de los desequilibrios que sufren las personas están muy condicionados por los espacios descompuestos en los que viven. Los espacios tóxicos son patógenos. La falta de luz hace la vida insoportable. Si algo admiro de los clásicos monasterios benedictinos, por ejemplo, es la armonía con que distribuyen los espacios comunes (iglesia, sala capitular, calefactorio, biblioteca, refectorio, scriptorium, talleres, establos, bodega, cementerio) y las celdas individuales en torno al claustro, que es el símbolo de un paraíso reconstruido en el centro de la clausura monacal. Todo debe reflejar un mundo ordenado y armónico que recuerde a los monjes su razón de ser: la búsqueda de Dios y de la propia perfección. El monasterio es, en el fondo, una protesta contra el mundo feo  y desordenado que hemos construido y una maqueta del mundo nuevo al que aspiramos.

Una casa puede ser muy sencilla, estar construida con materiales pobres, pero si tiene una buena distribución de espacios y la suficiente iluminación y ventilación, se convierte en un lugar habitable. El urbanismo especulativo ha quebrantado esta regla básica que uno puede encontrar hasta en poblados remotos de Asia o África. La arquitectura colmenera que se ha impuesto en las últimas seis décadas ha condenado a muchas personas a vivir “en una caja de cerillas”, con los desajustes imaginables. Yo no admiro tanto a los grandes arquitectos que hacen carísimas obras de vanguardia –como Frank Owen Gehry, Rafael Moneo, Norman Foster, Renzo Piano, Santiago Calatrava, Jean Nouvel, Rem Koolhaas, Kazuyo Sejiman o Zaha Hadid– cuanto a los que, con presupuestos muy ajustados, construyen viviendas dignas y sostenibles para los pobres y diseñan espacios públicos en los que las personas pueden reconocerse como tales y no solo como piezas de un inmenso puzle. Esto no significa naturalmente que no aprecie el genio y algunas obras maestras de los grandes, pero las relativizo bastante. Muchas instituciones públicas se han gastado millonadas en obras faraónicas, a menudo inútiles. Con ese mismo presupuesto podrían haber resuelto el problema de la vivienda de muchas personas que viven en condiciones indignas.

Construir es un verbo muy ligado al desarrollo del homo sapiens. De alguien que siempre aporta algo positivo en la resolución de los problemas solemos decir que es constructivo. En el lenguaje ascético clásico, a las personas que daban buen ejemplo se las llamaba edificantes. Hay algo dentro de nosotros que nos impulsa a modificar el espacio para hacerlo nuestro, para convertirlo en hábitat. Todos llevamos un constructor dentro. Todos somos arquitectos de nuestra propia casa. Podemos proceder por nuestra cuenta, creyendo que dominamos los planos y la técnica y que disponemos de los materiales suficientes para completar nuestro proyecto. Pero la experiencia nos dice que para construir nuestra propia casa necesitamos algo más que nuestros recursos: es imprescindible la gracia del Señor. Por eso, un aficionado a la arquitectura como yo, recuerda muy a menudo el salmo 126. Casi me dan ganas de copiarlo en mi cuaderno de planos.
Si el Señor no construye la casa,
en vano se cansan los albañiles;
si el Señor no guarda la ciudad,
en vano vigilan los centinelas.

Es inútil que madruguéis,
que veléis hasta muy tarde,
que comáis el pan de vuestros sudores:
¡Dios lo da a sus amigos mientras duermen!

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