No tengo más
remedio que aprovechar la larga escala en Hong Kong (casi seis horas) para escribir el post de hoy, que será leve y un poco disperso porque los dos
del fin de semana abordaron ya temas de fondo. No conviene ponerse todos los días demasiado serio. Las tres horas desde Seúl se me han
hecho cortas. He aprovechado para ver la película Hands of Stone, que
cuenta la vida del boxeador panameño Roberto Durán. En algún momento he tenido
la impresión de que los golpes salían de la pantalla y acababan estrellándose
contra mi mandíbula. La impresión no se ha hecho realidad. Por lo demás, todo
ha ido bien. Tanto el de Seúl-Incheon como el de Hong Kong son aeropuertos
modernos, bien organizados y cómodos. Uno puede pasar varias horas sin aburrirse.
Muchos de los trabajadores que se ocupan
de los servicios en estos aeropuertos ultramodernos son inmigrantes filipinos. Precisamente antes de embarcar en
Seúl pasé la mañana de ayer domingo con una pequeña comunidad claretiana que se
ocupa de ellos. Celebré la Eucaristía con una veintena de trabajadores jóvenes
y después visité con algunos de ellos el convento de las Misioneras de la Caridad que se
ocupan de la atención a los ancianos. Mientras tomábamos café con ellas, dos de
los trabajadores filipinos le entregaban a uno de mis compañeros coreanos la documentación
necesaria para que, junto con un equipo de voluntarios laicos especializados en este tema, tramitara una reclamación por despido injustificado.
Esperemos que prospere. El mundo de los inmigrantes está hecho de trabajo, penalidades,
expectativas, solidaridad grupal, religiosidad (es admirable cómo mantienen su fe) y también de algunas miserias humanas provocadas por la soledad y la explotación: alcoholismo, juego, etc. Acompañar su camino es una de las
apuestas claras de la Iglesias coreana. Y también de los claretianos que
trabajan en Corea.
Aquí en Hong Kong
la informática y la robótica dominan todo. El aeropuerto es como un escaparate
en el que se pueden contemplar muchos de los últimos avances en ambos campos. De un
momento a otro espero a una azafata robótica que venga a advertirme de que mi
vuelo está a punto de despegar. Esto no tardará en llegar. En San Francisco ya
han abierto una pequeña cafetería servida amablemente
por un robot que es rápido, eficiente y nunca se equivoca. Uno pide lo que
quiera desde su teléfono móvil y el robot lo prepara y lo sirve. Puede dispensar
unos 100 cafés por hora, lo cual no está nada mal. Hay robots que fabrican automóviles,
realizan trabajos pesados, desactivan explosivos y hasta intervienen en operaciones quirúrgicas. Hay también robots domésticos
que se ocupan de algunas tareas de casa en combinación con la domótica. No sé
si estamos preparados para una convivencia pacífica, pero más vale que nos
vayamos entrenando. En los próximos años, a medida que la robótica se extienda,
van a cambiar muchos de nuestros hábitos. Si esto significa liberarnos de
trabajos rutinarios, ganar en eficiencia y concentrarnos en otros trabajos más creativos,
entonces bienvenidos sean. Si, por el contrario, también nosotros vamos a
robotizarnos y todo lo vamos a hacer como si fuéramos una máquina, es mejor que el
progreso se retrase un poco. No me gustaría ser su víctima. De momento, os dejo
con el robot-camarero que sirve un buen café sin enojarse y que no demanda
ninguna propina. Basta que le digamos gracias.
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