Al no desarrollar
un ministerio parroquial, apenas presido matrimonios, ni siquiera uno al año de media. No obstante, tengo experiencias hermosas de haber acompañado a algunas jóvenes
parejas –por lo general, hijos de amigos míos– en su itinerario sacramental. Confieso,
sin embargo, que desde hace algún tiempo temo que algún conocido me invite a
presidir el matrimonio de algún hijo o hija, sobre todo cuando intuyo que el “decorado”
(vestidos, invitados, banquete, fotos, viajes) se come el verdadero significado
del sacramento. A veces me encuentro dividido. Por una parte, me disgusta
contrariar a las personas que depositan en mí su confianza; por otra, no quiero
formar parte de un montaje que se aleja bastante de lo que yo entiendo por la
celebración cristiana del matrimonio. No tiene sentido celebrar un sacramento
sin fe. Es absurdo celebrar el matrimonio cristiano si no se cree en su
significado. Agradar a los padres, seguir la tradición o disfrutar de una
ceremonia bonita no son argumentos que justifiquen este paso. Admiro a las
parejas que son consecuentes y que, a pesar de la presión familiar, no se
embarcan en una aventura en la que no creen.
Acabo de leer que
el
porcentaje de matrimonios católicos en España ha descendido drásticamente en
los últimos años. En la actualidad, no llega al 25% de todos los
matrimonios celebrados cuando en el año 2000 el porcentaje superaba el 75%. ¿Es esta una buena o una mala noticia? Es
buena porque indica que han disminuido las presiones familiares y sociales y
que muchos jóvenes actúan en conciencia, sin dejarse llevar por lo que siempre
se ha hecho o por simples motivos estéticos. Es mala porque refleja el fracaso de una
evangelización que no ha logrado ayudar a los jóvenes bautizados a descubrir el
significado del sacramento y a prepararse para él. En el fondo, la crisis del
matrimonio es un indicador más de la tremenda secularización que estamos
viviendo y de las dificultades para una evangelización que responda a las
búsquedas de las personas en un contexto social que ha experimentado profundos
cambios.
Según el Código
de Derecho Canónico (1055, 2), “entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo sacramento”. Pero la normativa canónica no coincide
en absoluto con la práctica. Hoy, miles de jóvenes bautizados no celebran el
matrimonio por la Iglesia y ni siquiera contraen matrimonio civil, como
demuestran las estadísticas antes mencionadas. Conviven como “parejas de hecho” o como compañeros, con la
libertad de iniciar o romper la relación cuando lo juzguen oportuno, sin
ninguna “atadura contractual”. ¿Se debe este hecho a que –como decía Bauman–
los compromisos de por vida resultan demasiado sólidos en una sociedad líquida? ¿Qué sentido tiene algo estable cuando vivimos en una sociedad en continuo cambio? ¿Tendrá que ver con la precariedad
laboral de muchos jóvenes y, por tanto, con la inseguridad económica en
relación al futuro? ¿Será el matrimonio una institución obsoleta, propia de tiempos
en los que se necesitaba legitimar las relaciones sexuales y asegurar el
cuidado de la prole? ¿O quizá el matrimonio se percibe solo como un asunto
jurídico que no añade nada a la relación afectiva entre dos personas que se
quieren? Algunos jóvenes católicos arguyen además que el matrimonio “por la Iglesia”,
tal como se vive en la actualidad, resulta demasiado costoso. ¿Qué necesidad hay
de gastar un dineral si una pareja puede empezar a convivir sin tanto dispendio?
En contra de lo
que muchos puedan opinar, yo creo que la situación que vivimos es un verdadero desafío
que nos ayudará a redescubrir la esencia y belleza del matrimonio cristiano –en
línea con la presentación que ha hecho Amoris
Laetitia– e impedirá muchos matrimonios nulos (por falta de
conciencia de lo que se celebra). No estoy tan seguro de que seamos capaces de
recuperar la sencillez celebrativa. El comercio nos ha ganado la partida, nos ha vendido la idea de que casarse implica una serie de lujos imprescindibles si queremos “estar a la altura de las circunstancias”. Utiliza
la celebración cristiana para añadir continuamente nuevas “prestaciones” que
incrementan los gastos. Poquísimas parejas renuncian a una boda “como todo el
mundo”, aunque conozco algunas que han tenido el coraje de celebrar el sacramento
de manera alternativa y no por ello menos festiva y entrañable. También he escuchado a jóvenes
parejas que temen que les inviten a muchas bodas a lo largo del año porque eso
supone un verdadero sablazo a su presupuesto. En fin, que la crisis actual puede
ser el único modo de pasar página y replantear muchas cosas que están viciadas,
comenzando por la más importante: la celebración de un acto de fe cuando ésta
brilla por su ausencia. Como en tantas otras cosas, creo que la crisis actual es una necesaria etapa de purificación que nos enseñará a valorar el verdadero significado de la novedad cristiana en un contexto plural.
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