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sábado, 14 de enero de 2017

Matrimonio robado

Al no desarrollar un ministerio parroquial, apenas presido matrimonios, ni siquiera uno al año de media. No obstante, tengo experiencias hermosas de haber acompañado a algunas jóvenes parejas –por lo general, hijos de amigos míos– en su itinerario sacramental. Confieso, sin embargo, que desde hace algún tiempo temo que algún conocido me invite a presidir el matrimonio de algún hijo o hija, sobre todo cuando intuyo que el “decorado” (vestidos, invitados, banquete, fotos, viajes) se come el verdadero significado del sacramento. A veces me encuentro dividido. Por una parte, me disgusta contrariar a las personas que depositan en mí su confianza; por otra, no quiero formar parte de un montaje que se aleja bastante de lo que yo entiendo por la celebración cristiana del matrimonio. No tiene sentido celebrar un sacramento sin fe. Es absurdo celebrar el matrimonio cristiano si no se cree en su significado. Agradar a los padres, seguir la tradición o disfrutar de una ceremonia bonita no son argumentos que justifiquen este paso. Admiro a las parejas que son consecuentes y que, a pesar de la presión familiar, no se embarcan en una aventura en la que no creen.

Acabo de leer que el porcentaje de matrimonios católicos en España ha descendido drásticamente en los últimos años. En la actualidad, no llega al 25% de todos los matrimonios celebrados cuando en el año 2000 el porcentaje superaba el 75%.  ¿Es esta una buena o una mala noticia? Es buena porque indica que han disminuido las presiones familiares y sociales y que muchos jóvenes actúan en conciencia, sin dejarse llevar por lo que siempre se ha hecho o por simples motivos estéticos.  Es mala porque refleja el fracaso de una evangelización que no ha logrado ayudar a los jóvenes bautizados a descubrir el significado del sacramento y a prepararse para él. En el fondo, la crisis del matrimonio es un indicador más de la tremenda secularización que estamos viviendo y de las dificultades para una evangelización que responda a las búsquedas de las personas en un contexto social que ha experimentado profundos cambios.

Según el Código de Derecho Canónico (1055, 2), “entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo sacramento”. Pero la normativa canónica no coincide en absoluto con la práctica. Hoy, miles de jóvenes bautizados no celebran el matrimonio por la Iglesia y ni siquiera contraen matrimonio civil, como demuestran las estadísticas antes mencionadas. Conviven como “parejas de hecho” o como compañeros, con la libertad de iniciar o romper la relación cuando lo juzguen oportuno, sin ninguna “atadura contractual”. ¿Se debe este hecho a que –como decía Bauman– los compromisos de por vida resultan demasiado sólidos en una sociedad líquida? ¿Qué sentido tiene algo estable cuando vivimos en una sociedad en continuo cambio? ¿Tendrá que ver con la precariedad laboral de muchos jóvenes y, por tanto, con la inseguridad económica en relación al futuro? ¿Será el matrimonio una institución obsoleta, propia de tiempos en los que se necesitaba legitimar las relaciones sexuales y asegurar el cuidado de la prole? ¿O quizá el matrimonio se percibe solo como un asunto jurídico que no añade nada a la relación afectiva entre dos personas que se quieren? Algunos jóvenes católicos arguyen además que el matrimonio “por la Iglesia”, tal como se vive en la actualidad, resulta demasiado costoso. ¿Qué necesidad hay de gastar un dineral si una pareja puede empezar a convivir sin tanto dispendio?

En contra de lo que muchos puedan opinar, yo creo que la situación que vivimos es un verdadero desafío que nos ayudará a redescubrir la esencia y belleza del matrimonio cristiano –en línea con la presentación que ha hecho Amoris Laetitia– e impedirá muchos matrimonios nulos (por falta de conciencia de lo que se celebra). No estoy tan seguro de que seamos capaces de recuperar la sencillez celebrativa. El comercio nos ha ganado la partida, nos ha vendido la idea de que casarse implica una serie de lujos imprescindibles si queremos estar a la altura de las circunstancias. Utiliza la celebración cristiana para añadir continuamente nuevas “prestaciones” que incrementan los gastos. Poquísimas parejas renuncian a una boda “como todo el mundo”, aunque conozco algunas que han tenido el coraje de celebrar el sacramento de manera alternativa y no por ello menos festiva y entrañable. También he escuchado a jóvenes parejas que temen que les inviten a muchas bodas a lo largo del año porque eso supone un verdadero sablazo a su presupuesto. En fin, que la crisis actual puede ser el único modo de pasar página y replantear muchas cosas que están viciadas, comenzando por la más importante: la celebración de un acto de fe cuando ésta brilla por su ausencia. Como en tantas otras cosas, creo que la crisis actual es una necesaria etapa de purificación que nos enseñará a valorar el verdadero significado de la novedad cristiana en un contexto plural.

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