Tras las dos
semanas de Navidad, hoy comienza en la liturgia de la Iglesia católica el largo
Tiempo Ordinario
que durará hasta el 2 de diciembre. Del 1 de marzo al 4 de junio se
interrumpirá para la celebración de la Cuaresma, la Semana Santa y el Tiempo Pascual.
La Pascua de Resurrección será este año el 16 de abril. Quedan más de tres
meses. Tenemos por delante muchas semanas para profundizar en el misterio de
Cristo en la vida ordinaria de cada día. Yo comienzo este tiempo en Cochabamba, la tercera
ciudad de Bolivia, a la que llegué ayer después de volar de Lima a Cusco, de Cusco a La Paz y de La Paz hasta esta hermosa ciudad, un auténtico rally aéreo
que me supuso casi diez horas desde que salí de casa hasta que llegué a mi
destino. Aquí, a más de 2.500 metros de altura, la temperatura es suave. La
sequedad ambiental se mitiga con las lluvias que caen en esta época del año. La
ciudad se enclava en un fértil valle que en el pasado sirvió como reserva agrícola
para alimentar a las vecinas ciudades mineras. Hacía 13 años que no volvía a esta
ciudad, habitada por mestizos e indígenas de etnia quechua, con
una minoría de criollos y blancos. Se perciben a primera vista muchas mejoras en las infraestructuras. Las compañías chinas también han llegado hasta aquí. Pero esto no basta para medir la verdadera temperatura social de la ciudad. Seguiré con los ojos abiertos y los oídos atentos.
Hasta este rincón
del mundo me llegan las imágenes de las fuentes de Roma heladas debido a las
bajas temperaturas que están afectando a Italia y a buena parte de Europa. Es
una estampa insólita. Leo que la ola de frío ha causado ya más de treinta
muertos y que agrava
el drama de los refugiados. Los estudiantes regresan a clase tras el
paréntesis navideño, aunque en el hemisferio sur están disfrutando de las vacaciones
de verano. Todas estas y otras muchas cosas forman ese “tiempo ordinario” en el
que la liturgia nos invita a reconocer la presencia misteriosa del Resucitado.
Para algunos, el tiempo ordinario representa el imperio de la rutina y el
tedio. No soportan la secuencia regular de mañanas, tardes y noches. Para otros,
conscientes de la presencia de Dios en todo y en todos, cada momento está
cargado de sentido, es portador de una revelación diminutiva. En el fondo, el
Tiempo Ordinario nos invita a reconocer los signos
que el Señor nos va dejando en todo lo que sucede. Me vienen a la memoria unos
versos de Walt Whitman que me
acompañan desde hace muchos años:
“Veo algo de Dios cada una
de las horas del día,
y cada minuto que contiene
esas horas,
En el rostro de los hombres
y mujeres, en mi rostro que refleja el espejo, veo a Dios.
Encuentro cartas de Dios por
las calles,
todas ellas firmadas con su
nombre,
y las dejo en su sitio, pues
sé que donde vaya
llegarán otras cartas con
igual prontitud”.
Esa capacidad de
ver “cartas de Dios por las calles” es lo que nos permite afrontar la vida de
cada día con esperanza. Dios siempre nos habla, pero nosotros no siempre
estamos en condiciones de escuchar y descifrar su voz porque andamos enredados
en mil asuntos que nos parecen trascendentales, pero que nos van secando el
alma. Quien se reconcilia con la cotidianidad hace suya la frase del
Padrenuestro: “Danos hoy nuestro pan de
cada día”. No necesitamos rompernos la cabeza con demasiadas cosas. Jesús mismo
nos ha recordado que “a cada día le basta
su afán” (Mt 6,34).
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