Me acompaña desde
hace casi 40 años. Es fuerte, suave, fiel y discreta. Puede lamentarse con
dulzura o brincar saltarina. Con el paso del tiempo, su voz se ha vuelto menos
brillante, quizás un poco apagada, pero más profunda. Le gusta actuar sola,
aunque no tiene inconveniente en combinarse con otros cuando las circunstancias
lo aconsejan. Según los expertos, tendría que dormir en una funda aterciopelada
para conservar su sonoridad, pero ella se conforma con permanecer erguida en un
rincón de mi cuarto romano. De vez en cuando le paso un trapo suave para
quitarle el polvo. Es inmune a los cambios de temperatura, aunque yo sé que
sufre. Ha peregrinado conmigo por diversos lugares del mundo, pero desde hace
trece años no se mueve más que dentro de la casa. Ella llegó por sorpresa, como
llega la primavera. Fue un regalo que recibí cuando era estudiante de teología.
Una de mis actividades consistía en dar clase de guitarra a un grupo de
jóvenes. Un día, sin previo aviso, se presentan varios de ellos y, sin más
explicaciones, me la colocaron en la mano. Uno de ellos me dijo: “Es tuya”. Fue
como un contrato. Era una forma de recompensar mi dedicación. Me quedé de una
pieza. Nunca imaginé algo semejante. No es de calidad extraordinaria, pero es buena,
muy buena. El tiempo lo ha demostrado. No tiene nombre, aunque sé quiénes fueron
sus creadores. Yo la llamo simplemente “mi guitarra”.
Hacía tiempo que
quería escribir unas líneas sobre un instrumento que me ha acompañado desde
hace tanto tiempo. A veces pasan días sin que la toque, pero siempre la veo
ahí, enfrente de mi escritorio, en un rincón. Cuando dispongo de tiempo, la
tomo, la acaricio un poco y comienzo a recordar viejos temas. La verdad es que
vivo de rentas, de lo que aprendí hace ya muchos años. Me atrevo con algunas
piezas clásicas que han quedado como grabadas en mis dedos, pero no he tenido
tiempo o quizás empeño y constancia para proseguir el aprendizaje. Me gusta
cómo suena la versión para guitarra de “Para Elisa” de Beethoven o “Recuerdos
de la Alhambra” del maestro Tárrega. La mayoría de las veces la toco para acompañar algún canto litúrgico -¡he
acompañado tantos!– o alguna canción de mis favoritas: desde You’ve
got a friend de Carole King hasta Yesterday de Los Beatles o alguna de Claudio
Baglioni o Joaquín Sabina. Puede sonar sublime o barriobajera. Se adapta a
todo. Tiene una enorme capacidad para interpretar mi estado de ánimo. El hecho
de que todos los dedos de las dos manos entren en contacto con su mástil, sus
trastes o sus cuerdas crea entre nosotros una extraña complicidad. Es como si
las terminaciones nerviosas de los dedos prosiguieran su viaje exploratorio por
la madera o el nylon. El timbre, el volumen, la sonoridad es un ejercicio mixto
en el que intervienen la propia guitarra y mis dedos. Ambos se necesitan
mutuamente para que surja el milagro de la música.
Hoy la echo de
menos en esta casa de retiros de Cochabamba. Hay alguna por ahí, pero no es lo mismo. Me
parece como un perro callejero. No suscita en mí la atracción de la guitarra
que duerme en mi cuarto. La verdad es que la tengo un poco abandonada. Creo que hace años compuse una canción a mi guitarra, pero debía de ser tan mala que la he olvidado por completo. Tendré que ponerme
manos a la obra cualquier día de estos para ver si sale algo más original y
valioso. Pero antes tengo que recrear nuestra relación. Espero hacerlo cuando regrese a Roma. Mientras, evoco los versos de Antonio Machado que Joan Manuel Serrat musicó hace ya bastantes años:
mañana petenera,
según quien llega y tañe
las empolvadas cuerdas.
Guitarra del mesón de los caminos,
no fuiste nunca, ni serás, poeta.
Tú eres alma que dice su armonía
solitaria a las almas pasajeras...
Y siempre que te escucha el caminante
sueña escuchar un aire de su tierra.
Os dejo con un
vídeo de uno de los grandes de este instrumento, alguien que era capaz de
embelesar a cualquier con su genio. Los maestros Andrés
Segovia y Narciso Yepes eran
grandes en su serenidad y bien hacer. Eran clásicos. Paco de Lucía
era un volcán que convertía en lava y fuego todo cuanto tocaba. Es como si
tocara con el corazón y no con las manos. No es fácil que surja alguien semejante.
Buenos días Gonzalo. El otro día (7 de enero) tuve el fallo de no felicitarte en tu cumpleaños. Hoy no se me pasa felicitarte en el día de tu santo que es el santo de este blog y un poco el de todos los que tenemos la suerte de poder acceder cada día a su lectura y meditación. Muchas felicidades. Un abrazo.
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