Se ve que el fin
de semana no he tenido suerte con los aviones. El sábado tuve que esperar seis
horas en el aeropuerto de El Alto, en Bolivia, por culpa del mal tiempo que
afectaba al aeropuerto peruano de Cusco. Ayer domingo mi vuelo de regreso a
Europa estaba programado para las 11:30 de la mañana. Por “motivos operacionales”
fue retrasado hasta las 00:30 de hoy lunes, con lo cual perderé mi conexión
Madrid-Roma y otro vuelo vespertino que tenía previsto a Londres. Mientras
escribo este post, no sé todavía a qué
hora saldremos de Lima. He logrado enterarme de que los “motivos operacionales”
tienen que ver con el aterrizaje que el avión que venía de Madrid tuvo que
hacer en Barbados por razones que
la compañía no nos ha explicado todavía. En fin, una buena ocasión para
ejercitarse en la paciencia y experimentar en carne propia lo que a veces vemos
en los informativos de televisión: personas tumbadas en las terminales de los aeropuertos,
colas de pasajeros reclamando sus derechos, etc. Siempre se establece una fácil
solidaridad entre “perdedores”. Yo he podido regresar a mi comunidad de Lima para
hacer más soportable la espera. Desde aquí tecleo estas notas apresuradas.
Hace menos de una
semana recibí un mensaje de una querida amiga mía que está atravesando una
etapa difícil. Entre otras cosas, me decía: “Cuando
me siento cansada y agobiada por la rutina… me acuerdo de tu canción: como
todos los días, las mismas caras, las mismas palabras….y sonrío y no me dejo
llevar… Recupera alguna de tus canciones en el blog”. Le prometí que le haría
caso, así que hoy lunes cumplo mi palabra. Creo que compuse la canción a la que
alude cuando tenía 20 años. Entonces yo era estudiante de teología junto con un
buen grupo de compañeros. Vivíamos en comunidad. Solíamos celebrar la
Eucaristía por la tarde, como cierre de una jornada llena de clases, estudio,
deporte, reuniones, etc. La canción surgió como una forma de no sucumbir a la
rutina, como el deseo de dar sentido a las repeticiones de la vida cotidiana.
Por eso en el estribillo hablo de mismas
caras, mismas palabras, misma fiesta. En medio de esa pertinaz
secuencia, cada día, cuando llegaba la tarde, teníamos una cita: “Aquí estamos para la cena”. Todavía me
acuerdo de la letra completa, aunque hace tiempo que no la canto. No es un
prodigio poético, pero expresa una experiencia honda y compartida, de la que
guardo un grato recuerdo.
Como todos los
días, cuando llega la tarde,
unimos caminos junto
a tu mesa.
Como todos los
días, las mismas caras,
las mismas
palabras, la misma fiesta.
Como todos los días,
como una familia,
aquí estamos para
la cena.
Que no falte el pan,
que no falte el vino,
que nadie se
sienta fuera de la mesa,
que hagamos un
sitio para los amigos,
un sitio tan
grande que abarque la tierra.
El día que acaba
ha sido un sendero,
un trozo de suelo
quizás mal andado,
pero ahora
sentimos cercano al Amigo,
sabemos con gozo
quién nos ha invitado.
Había en la primera
estrofa (“Que no falte el pan, que no
falte el vino”) un deseo de universalidad. Aunque nosotros fuéramos un
puñado de jóvenes misioneros, la Eucaristía nos ponía en comunión con el mundo
entero. Queríamos que fuera expresión de fraternidad abierta. La Evangelii nuntiandi nos había animado a ser evangelizadores: “Que nadie se sienta fuera de la
mesa, / que hagamos un sitio para los amigos, / un sitio tan grande que abarque
la tierra”. De la pequeñez de aquella capilla han salido misioneros que hoy
están en Panamá, El Salvador, Rusia, Japón, Bolivia, España, Italia, etc. Estoy seguro de que si alguno de ellos lee este post recordará con gratitud aquellas Eucaristías setenteras –un poco largas y verborreicas, todo sea dicho, pero hermosas y familiares– en las que fuimos fraguando nuestra vocación misionera al calor de la Palabra y del pan y el vino.
La segunda estrofa es una especie de rito
penitencial. Al final del día uno siempre tenía conciencia de que las cosas no
habían discurrido bien, pero esto no nos llevaba al desánimo porque “ahora sentimos cercano al Amigo, / sabemos
con gozo quién nos ha invitado”. La convicción de que Jesús nos aceptaba
como éramos –jóvenes entusiastas y un poco inconscientes– era motivo de
serenidad y de alegría. Y así un día y otro, sin ninguna excepción. Por eso el
estribillo comienza con ese “Como todos
los días”, que acabó dando título a la canción. ¡Lástima que no disponga de ningún archivo de audio para escuchar su ritmo pegadizo y el contraste entre el compás ternario de las estrofas y el cuaternario del estribillo!
De no haber sido
por el recuerdo y la invitación de mi amiga, tal vez no se me habría ocurrido
desempolvar estas viejas canciones. Pero así son las cosas. Aprovecharé para
tararearla mientras me pongo de nuevo en la cola para facturar mi equipaje. A
lo mejor me ayuda a sobrellevar el retraso con más humor y serenidad.
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