Álvaro debe de
tener unos doce años. Casi siempre sonríe, pero hoy está triste. Él sabe bien
por qué, aunque no se lo quiere decir a nadie. Sus compañeros se burlan de él.
Solo su amigo Hugo lo defiende. Álvaro llevaba semanas pidiendo a sus padres
que le comprasen un teléfono móvil como el de la mayoría de los chicos de su
clase. Sus padres le iban dando largas: “No te preocupes, para Navidades lo tendrás”, “Si
apruebas todo a fin de curso”, “A lo mejor la abuela te lo regala el día de tu
cumpleaños”. Álvaro albergaba alguna esperanza, pero, tras la conversación con
su padre el pasado fin de semana, se han desvanecido todas. En realidad, lo que
le duele no es quedarse sin un móvil nuevo. Ni siquiera que sus compañeros
alardeen de tener un modelo mucho mejor que el suyo y lo exhiban en el patio.
Siempre está su amigo Hugo al quite para encontrar una salida airosa. A Álvaro
le duele lo que su padre le confesó de hombre a hombre el sábado por la noche: “Álvaro
–le dijo su padre con un tono inusual– ya sé que te hace mucha ilusión tener un Samsung Galaxy 7 como el de algunos de
tus compañeros de clase, pero no podemos comprártelo. No tenemos dinero. Mamá y
yo andamos muy justos. Hay otras cosas más necesarias. Espero que lo entiendas”.
Álvaro no protestó esta vez. Bajó la cabeza. Ni siquiera se acordó del móvil
deseado. Le quedó solo un sentimiento pegado a la piel: “Somos pobres”. Cuando
se fue a la cama, le confió este peso a la almohada. Incluso se sorprendió
llorando suavemente para que su hermano pequeño no se diera cuenta. ¿Qué dirían
sus compañeros si llegaran a saber que su familia era pobre? Hasta ahora, la
palabra pobre se había referido solo a los
mendigos que alguna vez había visto en la puerta de alguna iglesia, pero no a
su familia. Quizá a partir de ahora tendría que aplicársela a sí mismo.
La historia de
Álvaro es ficticia. Pero la situación que describe es muy real. En este mundo
de necesidades creadas, muchos se quedan al margen. Pienso
en los niños y adolescentes que observan a sus compañeros ricos disponiendo de todo: ropa de marca, aparatos electrónicos,
cursos de lenguas, viajes al extranjero… Ellos enseguida perciben que son
diferentes; es decir, más pobres. Uno se atreve a presumir de un reloj o de un
balón nuevo, pero nadie presume de ser pobre en esta sociedad consumista y
competitiva. Álvaro –como tantos otros chicos de su colegio– no es un pobre de
solemnidad. No figura en las estadísticas. Su familia puede alimentarlo, vestirlo y proporcionarle algún
capricho de vez en cuando. Pero de ninguna manera puede permitirse llevar el tren de vida que
observa en algunos de sus compañeros. ¿Quién le va a explicar a Álvaro que la
sociedad es así, que hay unos que tienen mucho, otros que tienen poco y
bastantes que no tienen casi nada? A Álvaro le cuesta entender estas
diferencias que parecen tan normales. ¿Serán fruto del trabajo? No, no es
posible. Su padre y su madre se matan a trabajar y, sin embargo, en su casa
todo anda muy justo. Es como si de la noche a la mañana hubiera dejado de ser
niño y hubiera entrado sin previo aviso en el mundo gris de los adultos. ¿Será
una cuestión de suerte? Entonces, es evidente que su familia ha tenido poca en
la lotería de la vida. ¿Por qué unos tanto y otros tan poco? La pregunta no lo
deja. ¿Qué extraña ley regula estas desigualdades? ¿Siempre ha sido así? ¿Será
siempre así?
El ficticio Álvaro
de nuestra historia rumia estos pensamientos mientras trata de conciliar el
sueño en la litera que comparte con su hermano. A veces sueña que cuando sea
mayor va a ganar mucho dinero y se lo va a restregar en las narices a sus
compañeros. Otras veces se hunde sin más. Se siente raro, distinto. Sus padres
lo notan triste. Dejan que pasen unos días. Hay cosas que no se resuelven de la
noche a la mañana. Es mejor que sigan su curso. Un día su padre lo sienta a su
lado, le acaricia el cabello y le dice: “Te veo triste, Álvaro”. Él no
responde. “¿Todavía estás pensando en el móvil?”. “No, papá”, responde Álvaro
haciéndose el valiente. “¿Entonces?”. “Te quiero preguntar por qué somos pobres”.
“¿Así que era eso?”, le dice el padre dándole una palmada en la espalda. “Somos
pobres porque somos dignos”. Álvaro no entendió nada. Tenía una idea aproximada
de lo que significaba la palabra digno,
pero no le encontraba ninguna relación con la pobreza. No se atrevió a
preguntar. Se limitó a guardar la frase en su memoria. ¿Qué era más importante: ser rico o ser digno? ¿Es que no hay acaso ricos dignos? ¿Qué significa la dignidad en una sociedad sin escrúpulos? ¿Es que la dignidad da de comer? ¿Para qué sirve la dignidad si uno no puede comprarse un teléfono móvil de última generación? Demasiadas preguntas para la cabecita de un niño de unos doce años.
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