Cae la tarde
sobre Roma. He decidido cerrar mi ordenador antes de tiempo. Tengo la impresión
de que los ojos se me están empequeñeciendo de tanto mirar a la pantalla. Son demasiadas
horas al día. Un último vistazo a mi cuenta de Facebook me hace ver que tengo 676 amigos. No quise superar la
barrera de los 500, pero el número fue creciendo casi sin darme cuenta. Pienso en las historias que se esconden detrás de cada nombre y cada
rostro. A algunos de estos amigos los conozco bien. Empezamos nuestra relación
hace más de 40 años. Hemos compartido muchas cosas, incluyendo largos silencios
de respeto y admiración. De otros apenas sé un manojo de datos generales, pero da
igual. Trato de imaginar lo que en este preciso momento está haciendo cada uno
de ellos. Tengo amigos en Japón que llevarán ya varias horas durmiendo. Los de
América estarán en la hora del almuerzo. Algunos, en el hemisferio norte, hace
ya semanas que conviven con la nieve; por ejemplo, mis amigos de Rusia. Los del
hemisferio sur, por el contrario, están ya preparándose para las vacaciones
largas del verano austral. En medio de tantas diferencias, ¿qué nos permite
sentirnos cercanos? ¿O, en realidad, es todo una pura ficción? Empiezo a
preguntarme si Facebook y otras redes
sociales nos acercan o, más bien, nos mantienen higiénicamente alejados,
víctimas de un espejismo frustrante. Nos hacen creer que las vidas de los demás
son importantes cuando, de hecho, cada uno seguimos la nuestra con bastante
independencia.
Confieso que no
estoy interesado lo más mínimo en aumentar mi número de amigos virtuales. Estoy
llegando al umbral de tolerancia. Me cuesta digerir tantos vídeos de cosas
curiosas, fotos personales, enlaces a páginas webs, propuestas de seguir cadenas, participar en juegos, apoyar campañas y mensajes insustanciales. Es probable que haya nacido
demasiado pronto y que no esté preparado para este tipo de comunicación. No lo
descarto. Pero sigo prefiriendo un encuentro como el que evoqué cuando escribí
algo sobre la anatomía de una taza de café. La comunicación es un proceso que
no funciona a base de relámpagos. Yo no quiero ser ofuscado sino iluminado. Y
tampoco quiero deslumbrar sino solo acercar la luz suave de mi candela para ver
mejor el rostro de la otra persona. Esto no es posible en las redes sociales.
No es que yo lo busque ahí. Lo que temo es que los códigos virtuales
(vertiginosos, narcisistas y escuálidos) acaben modificando mi manera de
relacionarme con las personas en la vida desconectada. Me da miedo pensar que puedo
ser engullido por esta corriente de frivolidad que reduce la comunicación a emoticones y frases ingeniosas, que no
tiene tiempo para la escucha paciente y para enhebrar un discurso tranquilo.
Algunos tratan de convencerme del famoso cambio de paradigma, pero sé que mienten
como bellacos. Ellos son las primeras víctimas de este vaciamiento. Ya hay
muchos jóvenes que están reaccionando porque no quieren acabar con cara de
emoticón venido a menos.
Es de noche
fuera, pero no dentro. Roma a esta hora es una ciudad ocupada por miles de
coches en danza. No escribo prisionero del pesimismo, víctima también yo de
este otoño que toca a su fin. Enciendo para mí mismo una luz de alarma. Quizá
me animé a abrir este blog para compartir
una comunicación menos nerviosa que la que propician las redes sociales. Si
nunca podemos expresar con calma lo que creemos, sentimos, soñamos o dudamos,
acabamos por no ser nadie. Uno se va haciendo a medida que modela su mundo
interior y puede sintonizar con otros mundos interiores que se han tomado en
serio la aventura de vivir. Ya sé que internet no es quizá el mejor foro para este
ejercicio de compartición, pero es una forma de vestir con palabra pública las
experiencias que otras muchas personas me han confiado. En realidad, no soy más
que un portavoz no autorizado de una
red de amigos que me han ayudado a ser quien soy y a caer en la cuenta de lo
que me falta para ser. Así que estoy inmensamente agradecido. No lo voy a decir
en mi cuenta de Facebook, no voy a
buscar ninguna frase ingeniosa que lo corrobore. Me limito a compartirlo con los
amigos de “El rincón de Gundisalvus” en una fría tarde de otoño, con la
esperanza de que el tiempo no nos consuma sino que nos vaya madurando.
Este blog no lo abandones. Seguro que has trabajado en exceso y la nostalgia del otoño hoy te ha "atacado". Un abrazo y piensa que muchos te necesitan y te necesitamos.
ResponderEliminarHola Gonzalo: no puedo estar más de acuerdo en todo lo que escribes sobre las redes sociales y la forma de comunicarnos. Espero que realmente lo empiecen a ver algunos jóvenes. Como dice "nuevo en este mundo" el blog no lo abandones (ni a los que te seguimos). Un abrazo. María
ResponderEliminarGracias Gonzalo por todo lo que compartes. Ratifico lo que dicen los demás...
ResponderEliminarGracias por ser este portavoz...
Un abrazo