En el reciente
viaje a Israel, uno de nuestros guías –joven cristiano palestino– nos repitió
varias veces que él estaba convencido de que el fin del mundo estaba próximo. Por
todas partes veía señales de esta inminencia. Hablaba del “nuevo orden mundial”, del calentamiento del planeta y de conspiraciones de diverso tipo. No lo decía con rabia sino esbozando una
sonrisa, como si, en el fondo, estuviera deseando que esto acaeciera cuanto
antes. Lo interpretaba como una liberación y como el triunfo definitivo del
Señor Jesús. ¿Quién puede saber cuándo se producirá el fin del pequeño planeta tierra y del enorme universo?
Alguna vez leí que los científicos le calculan todavía –salvo intervenciones
humanas desgraciadas– unos 500 millones de años, lo cual no es mucho teniendo
en cuenta los larguísimos períodos evolutivos. Pero, ¿habla de este final cósmico la liturgia de este XXXIII Domingo del Tiempo
Ordinario? Creo que no. Jesús nunca se pronuncia sobre plazos y fechas.
Él, con un lenguaje apocalíptico muy propio de la época, se refiere a otro
final que se produce cuando él llega. No fue fácil entender su mensaje para
las primeras comunidades cristianas (basta ver las confusiones que reinaban
entre los Tesalonicenses, como lo atestigua la segunda lectura de hoy) ni nos
resulta fácil hoy.
La semana pasada,
estando en Jerusalén, tuve oportunidad de ver lo que queda del grandioso templo de Herodes que contempló Jesús. En realidad, muy poco: algunas enormes piedras
del muro de contención en el lado occidental. Todas las excavaciones en curso
no han logrado hallar nada significativo. Se ve que Tito, en el año 70, y los
posteriores invasores de Jerusalén hicieron una destrucción en toda regla. Pero,
viendo la superficie inmensa sobre la que estaba asentado y leyendo textos de
Flavio Josefo, uno se hace una idea aproximada de su magnitud. Por eso los
rabinos solían decir que “quien no ha visto el templo de Jerusalén no ha
contemplado la más bella de las maravillas del mundo”. Cuando se escribe el
Evangelio de Lucas (hacia mediados de los años 80 del siglo I) el templo ya ha
sido destruido por los romanos, así que no es extraño que los cristianos apliquen algunas
palabras enigmáticas del Maestro a una realidad contundente. Quieren mostrar que él ya había previsto la destrucción.
Pero Jesús no se
refiere tanto a hechos cósmicos o históricos sino al final que se produce
cuando uno, en medio de los avatares de la historia (siempre complejos), se
decide a creer en él. Entonces, acontece un final que anticipa el final
definitivo. La fe es la experiencia de vivir
en Jesús en un mundo corrupto, injusto y peligroso, en un mundo en el que hay terremotos, guerras, calamidades, persecuciones, injusticias. ¿Cuándo el mundo de los
hombres no ha sido así? Lo ha sido siempre… y siempre lo será porque llevamos dentro el virus de la destrucción. La fe cristiana nos
cura de todo optimismo absurdo, de toda confianza vana en que nosotros solos vamos a arreglar los desaguisados y crear un universo maravilloso. El comunismo quiso mejorar las cosas y acabó
empeorándolas de manera cruel. El capitalismo prometió un desarrollo
humanizador y las desigualdades siguen siendo abismales. Los revolucionarios de todo signo siempre creen que con ellos llega un mundo nuevo. Ahora es el turno de
la ciencia. Es el último mito en salir a la palestra. También algunos
científicos prometen acabar con el hambre, las enfermedades y la muerte. ¡Ojalá
se consigan victorias parciales, pero resulta pueril creer que la ciencia va a resolver
todos nuestros problemas!
¿Qué hacer mientras tanto, en este intervalo que, en realidad, dura toda la historia? La respuesta de Jesús es neta: creer en él y vivir como él. Cuando un ser humano da este paso, ya está anticipando el final. Se puede vivir un mundo nuevo entre las ruinas de lo que destrozamos. El Reino ya ha comenzado a modo de simiente, levadura, sal. Por eso, la invitación es a la esperanza y a la alegría, a pesar de las pruebas y persecuciones que padezcamos, incluso por parte de los más allegados: “Cuando comience a suceder todo esto, poneos de pie y levantad la cabeza, porque ha llegado el día de vuestra liberación” (Lc 21,28). Hay dos actitudes más que Jesús nos pide cultivar en este larguísimo tiempo intermedio: la confianza absoluta en que a Dios no se le escapa la historia de las manos porque su Espíritu la guía (“Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro”) y la perseverancia en medio de las contradicciones (“Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”).
¿Qué hacer mientras tanto, en este intervalo que, en realidad, dura toda la historia? La respuesta de Jesús es neta: creer en él y vivir como él. Cuando un ser humano da este paso, ya está anticipando el final. Se puede vivir un mundo nuevo entre las ruinas de lo que destrozamos. El Reino ya ha comenzado a modo de simiente, levadura, sal. Por eso, la invitación es a la esperanza y a la alegría, a pesar de las pruebas y persecuciones que padezcamos, incluso por parte de los más allegados: “Cuando comience a suceder todo esto, poneos de pie y levantad la cabeza, porque ha llegado el día de vuestra liberación” (Lc 21,28). Hay dos actitudes más que Jesús nos pide cultivar en este larguísimo tiempo intermedio: la confianza absoluta en que a Dios no se le escapa la historia de las manos porque su Espíritu la guía (“Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro”) y la perseverancia en medio de las contradicciones (“Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”).
Fernando Armellini nos ayuda a seguir explorando este fascinante lenguaje apocalíptico que la liturgia nos propone al final del año litúrgico:
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