Ayer, memoria
litúrgica de san Martín de Tours,
el papa Francisco recibió en el aula Pablo VI del Vaticano a unos 3.600
indigentes de toda Europa, dos de los cuales se alojan en mi comunidad de Roma. Este hecho insólito se produce a los tres días de la
elección del multimillonario Donald Trump como presidente de los Estados
Unidos. Probablemente el presidente electo sigue creyendo que la riqueza es
signo de la bendición de Dios y que, en consecuencia, la pobreza es un castigo.
El papa Francisco, por el contrario, ya desde el comienzo de su pontificado
expresó un gran deseo: “¡Cómo quisiera una Iglesia pobre y para los pobres!”.
El encuentro de ayer simboliza ese deseo. Miradas las cosas con malos ojos, uno
podría sospechar que asambleas de este tipo son solo un gesto populista, una
maniobra de cara a la galería que no alivia la miseria de los millones de
pobres del mundo. Pero no lo vieron así los protagonistas. Ellos se sintieron acogidos por
alguien que representa a una Iglesia que a veces es también excluyente. Por eso
me impresionan estas palabras de Francisco:
“Les pido perdón todas las veces que los cristianos, delante de una persona pobre o de una situación pobre, miramos para otro lado. Perdón. El perdón de ustedes hacia hombres y mujeres de Iglesia que no los quisieron mirar es agua bendita para nosotros”.
Nunca había oído
algo semejante. El perdón de los pobres es agua bendita para nosotros. No somos
nosotros quienes nos abajamos para aliviar algo su pobreza, como tendemos a
pensar desde una perspectiva de superioridad y, a veces, de paternalismo. Son
ellos quienes denuncian nuestras inconsistencias y nos abren a una dimensión
más profunda de humanidad. Nos hacen un favor recordándonos que la vida humana
no se basa en la posesión sino en la entrega, que hay más alegría en la
sobriedad que en el despilfarro. Liberan la capacidad de ternura que todos llevamos dentro y que a menudo se ve bloqueada por la codicia.
Antes de
dirigirse a ellos, el papa Francisco los escuchó. Mientras desgranaban sus
testimonios, él tomaba notas. Luego compartió con ellos algunas reflexiones que
no tienen desperdicio. Les habló, por ejemplo, de la dignidad:
“Dignidad, esa es la palabra. Esa capacidad de encontrar belleza aún en las cosas más tristes y sufridas, solamente lo pueden hacer un hombre o una mujer que tienen dignidad. Pobre sí, arrastrado no. Eso es dignidad. La misma dignidad que tuvo Jesús, que nació pobre, que vivió pobre, la misma dignidad que tiene el evangelio, que tiene un hombre y una mujer que vive de su trabajo”.
Y les habló
también de sueños, un lenguaje que puede parecer escapista y que, sin embargo,
conecta con las aspiraciones más profundas de todos los seres humanos, también de
los pobres y excluidos:
“A mí, un hombre o una mujer muy pobre, pero de una pobreza distinta a la de ustedes, es cuando ese hombre o esa mujer pierde la capacidad de soñar, de llevar una pasión adelante. No dejen de soñar. El sueño de un pobre, de uno que no tiene techo, ¿cómo será? No sé... pero sueñen. Y sueñen que un día podían venir a Roma, y el sueño se realizó… Sueñen que el mundo se puede cambiar, y esa es una siembra que nace del corazón de ustedes… Solo aquel que siente que le falta algo mira arriba y sueña. El que tiene todo no puede soñar. La gente, los sencillos, seguían a Jesús porque soñaban que él los iba a curar, los iba a liberar, les iba a hacer bien. Y él los liberaba”.Os dejo con el vídeo que recoge este encuentro extraordinario días antes de que se clausure el Jubileo de la Misericordia.
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