El post de ayer fue el más leído de los
últimos meses. Recibió más de 1.500 visitas, lo que para un blog entre amigos no está nada mal. Se ve que Claret sigue teniendo
tirón. O que echamos de menos más historias de carne y hueso y menos publi-reportajes.
En realidad, creo que nos atraen todas las personas en las que la vida va por
delante de las palabras. Yo celebré la fiesta con mi comunidad de Roma y muchos
amigos de la Familia Claretiana. Nos juntamos al caer la tarde en la basílica del Corazón de María para la misa, presidida por el claretiano Juan José Chaparro,
obispo de la diócesis de San Carlos de Bariloche (Argentina). Después, compartimos
la cena y charlamos del più e del meno,
como suelen decir los italianos cuando se refieren a una conversación que se
despliega en un abanico de temas. Durante estos coloquios, a mí me acompañaba
una preocupación y un deseo.
La preocupación tiene que ver con las dificultades
que hoy tenemos para evangelizar, para conectar la alegría del Evangelio (que nosotros vivimos ayer intensamente) con la
búsqueda y las necesidades de las personas. El sábado pasado, sin ir más lejos,
tres miembros jóvenes de mi comunidad invitaron a los jóvenes del barrio para un
encuentro. No acudió ni uno solo. Cero patatero. Game over. Es probable que la estrategia de
convocación no fuera la más adecuada (avisos en las misas de la parroquia) o que la hora fuera inconveniente, pero el
resultado es descorazonador. Más allá de la anécdota (de la que, por otra parte, se puede aprender mucho), es un síntoma de lo que nos está pasando en nuestra Europa secularizada y bastante desencantada. He aquí la preocupación. Parece que tocamos la flauta y nadie baila. ¿Será que esta música no interesa ya a las nuevas generaciones o acaso los músicos somos mediocres?
El deseo tiene que
ver con el fuego que ardía en el corazón de Claret y que también yo siento,
siquiera en tono menor. Si Dios es el tesoro del hombre, si muchos hemos experimentado
que da sentido a nuestra vida y nos hace felices, ¿por qué a muchas personas
les resulta tan difícil abrirse a su Misterio y acogerlo? ¿Por qué algunos lo buscan
a su modo, pero no se sienten atraídos por la revelación de Jesús? ¿Por qué muchos
de los que sintonizan con su Evangelio no ven a la Iglesia como un recinto de
libertad, alegría y fraternidad? Soy consciente de que hay muchas cosas que
cambiar en nuestra forma de vivir y presentar la propuesta. Sé que estamos en
un momento histórico de profundas mutaciones que nos pillan a todos con el pie
cambiado. Entiendo que la espiritualidad admite muchas expresiones y que hoy
vivimos en un inmenso supermercado donde cada uno se sirve el producto que
mejor encaja con su estilo personal. Pero todos estos datos no eliminan un
deseo anidado en mi corazón: que muchas personas descubran que el encuentro con
Jesús cambia la vida, que Jesús no quita nada de lo que es valioso para el ser
humano y da un sentido profundo a todo.
Los tiempos de
Claret no fueron fáciles para la evangelización. Vivió la revolución industrial, la caída de los regímenes absolutistas, el ateísmo incipiente, las revoluciones sociales... Pero él no se desanimó. No tiró la toalla. No se encerró en la sacristía. Fue un misionero y un obispo de calle, sobre todo en sus etapas catalana, canaria y cubana. Comenzó por estar cerca de la gente, patearse el terreno, escuchar, hablar
con todos, hacerse cargo de las preocupaciones y necesidades de las personas. Antes de aplicar remedios (como las misiones populares, los ejercicios espirituales o la publicación de folletos y libros), hizo un diagnóstico de lo que veía. Este diagnóstico coincide con el que se atribuye a Napoléon, cuando afirmaba que “cada uno de los
movimientos de todos los individuos se realizan por tres únicas razones: por
honor, por dinero o por amor” (Napoleón). Claret hace su propia interpretación. Lo explica así en su Autobiografía:
“Vosotros sabéis que los hombres casi siempre obran por alguno de estos tres fines: 1.°, por interés o dinero; 2.°, por placer; 3.°, por honor. Por ninguna de estas tres cosas estoy misionando en esta población. No por dinero, porque no quiero un maravedí de nadie, ni nada me llevaré. No por placer, porque, ¿qué placer podré tener estando fatigándome todo el día, desde la mañana, y muy de mañana, hasta la noche? […] ¿Será quizá el honor? No. Tampoco es el honor. Vosotros lo sabéis a cuántas calumnias no está uno expuesto: quién me alabará, quién dirá de mí toda especie de disparates, como hacían los judíos contra Jesús” .
Y luego, con un tono
encendido, explica qué busca con su predicación, por qué arrostra los peligros
y críticas, qué le mueve por dentro:
“No, os lo repito. No es ningún fin terreno, es un fin más noble. El fin que me propongo es que Dios sea conocido, amado y servido de todos. ¡Oh Dios mío! ¡No os conocen las gentes! ¡Oh si os conocieran! Seríais más amado. ¡Oh si conocieran vuestra sabiduría, vuestra omnipotencia, vuestra bondad, vuestra hermosura todos vuestros divinos atributos! Todos serían serafines abrasados en vuestro divino amor. Esto es lo que intento: hacer conocer a Dios para que sea amado y servido de todos” .
Creo que encontramos claves de fondo que puedan darnos ánimo. Por cierto, las fotos de hoy corresponden al exterior e interior de la basílica del Corazón de María, contigua a mi casa. Han sido tomadas por mi hermano filipino Luigi Guades.
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