Desde mis años de teología me ha gustado
siempre la fórmula usada por el teólogo Paul Tillich para
describir a los santos: “pecadores de quien Dios tiene misericordia”. Su
trasfondo protestante le lleva a subrayar con fuerza la condición de personas
frágiles, divididas. Su fe en Jesús le empuja a confesar el poder sanador de la
misericordia de Dios. Mi experiencia personal como sacerdote que ha dedicado bastantes años al acompañamiento espiritual es que un número
significativo de personas viven divididas, respiran por las heridas, no han
experimentado a fondo que Dios es misericordioso con ellas y, por lo tanto, no
acaban de tener una mirada compasiva hacia los demás. Las heridas provienen, a
veces, de experiencias negativas vividas en la familia o en los años de la
formación inicial, de conflictos de pareja no resueltos, de problemas con los
compañeros, de supuestos o reales agravios comparativos, de fracasos afectivos,
de maledicencias y calumnias, de acoso laboral, etc.
A menudo, estas
heridas nunca han cicatrizado porque no han sido curadas con el vino y el
aceite de la misericordia sino con el vinagre de la disciplina, el
castigo, la indiferencia o el victimismo. El desafío
consiste en experimentar que la misericordia de Dios nos cura y nos ayuda a
vivir nuestra identidad. ¿Cómo revivir la experiencia del Dios que sale a
nuestro encuentro y que se alegra porque los que estábamos muertos hemos vuelto
a la vida y los que estábamos perdidos hemos sido encontrados? (cf Lc 15,32).
Quisiera presentarlo de una manera más concreta sin entrar en tecnicismos
psicológicos o teológicos. Cuando nos examinamos, descubrimos en nuestra
personalidad varios niveles:
- El nivel de las conductas es el más visible. Tiene que ver con lo que hacemos en la vida, con nuestro trabajo y nuestras acciones. En una personalidad integrada y coherente, las conductas son la expresión de las convicciones. De hecho, somos juzgados y valorados por ello. Pero no siempre es así. No hay que pensar solo en casos extremos como los abusadores de menores, los alcohólicos, los defraudadores económicos o los rebeldes pertinaces. Hay otras muchas conductas que denotan un desajuste: agresividad verbal, frialdad en las relaciones, falta de oración, mediocridad en el trabajo, mal uso del dinero, adicciones de diverso tipo, etc.
- El nivel de las actitudes (es decir, de las disposiciones estables a la acción) nos revela algo más profundo. Detrás de las conductas hay siempre convicciones, motivaciones, etc. que explican el alcance y significado de lo que hacemos. Tienen que ver con lo que creemos. Por eso es necesario que nos preguntemos por las actitudes que nos mueven, por el sentido de nuestras conductas.
- El nivel de los sentimientos nos introduce en el complejo mundo de lo que sentimos. Este fondo emocional y afectivo se ha ido nutriendo con innumerables experiencias de aceptación o rechazo, de placer o dolor, de belleza o fealdad, etc. a lo largo de nuestra vida. De él surgen esas repuestas automáticas y emocionales a los estímulos de la realidad que llamamos sentimientos. Cuando son negativos (inferioridad, tristeza, etc.), dan origen a actitudes defensivas y conductas inapropiadas.
¿Cómo afrontar todo esto en su raíz? Creo
que las medidas puramente disciplinares (que afectan, sobre todo, al primer
nivel) o formativas y psicológicas (que afectan, sobre todo, a los niveles
segundo y tercero) no son suficientes, aunque casi siempre son necesarias. Es
preciso bucear hasta el nivel más profundo: el de nuestra propia identidad.
Importa mucho “lo que hacemos” (conductas), “lo que creemos” (creencias y
actitudes), “lo que sentimos” (sentimientos), pero lo decisivo es siempre
“lo que somos” (identidad). Precisamente aquí es donde reside el desafío
mayor. Muchas personas
tienen conciencia de una falsa identidad como consecuencia de las
experiencias negativas vividas en su infancia y reforzadas y retroalimentadas a
lo largo de la vida. Por ejemplo, el “yo soy” menos
inteligente que mi hermano, menos hábil que mi amigo, menos simpático que mi
compañero… favorece una suerte de déficit inicial que provoca sentimientos de
inferioridad, baja autoestima, tristeza, pesimismo… De un fondo emocional
así surgen las actitudes defensivas o agresivas y las conductas
desequilibradas que no sabemos cómo manejar y que tanto hacen sufrir a las
personas y a las familias.
El gran desafío
consiste, pues, en caer en la cuenta de las falsas identidades que
nos aprisionan y tomar conciencia de nuestra verdadera identidad,
que no es otra que la de hijos de Dios, seres humanos sostenidos por la
misericordia de un Padre que nos quiere incondicionalmente como somos. La experiencia de la misericordia es, pues, la única que
puede curar todas las heridas y devolvernos la alegría de vivir. A alguien
que ha tomado conciencia de esta identidad lo acompañan los sentimientos
propios del hijo: dignidad, paz, alegría, confianza… Es fácil imaginar qué
actitudes y conductas brotan de un fondo emocional de este tipo. San Pablo
expresa esta experiencia con mucha intensidad: “¿Quién nos separará del
amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la
desnudez, el peligro, la espada? … Nada podrá apartarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús” (Rm 8,35-36).
Si las falsas identidades
son producto de las palabras negativas que algunas personas significativas nos
han dirigido (sobre todo, los padres, parientes, amigos y educadores), la verdadera identidad
proviene siempre de la Palabra de Dios, que es la que nos revela lo que
realmente somos. Por eso, los cristianos necesitamos
nutrirnos de esta Palabra que –más allá de sus expresiones concretas– siempre
nos transmite el mismo mensaje: “Tú eres mi hijo amado”. En este
sentido, el Jubileo de la
Misericordia nos invita a entrar a fondo en la dinámica de la Palabra
como casa y escuela de la misericordia. La acogida
diaria de la Palabra, tanto en la lectio divina personal como en la
liturgia, es el mejor antídoto contra las heridas provocadas por las
falsas identidades.
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