No pude votar en
las elecciones generales que se celebraron en mi país el pasado 26 de junio. Solicité
el voto por correo, pero cuando me llegaron las trece papeletas a Roma, yo estaba ya
en Kenia. Al regreso, me encontré un enorme sobre color salmón con todo lo necesario
para enviar mi voto, pero ya era demasiado tarde. No quise arrojar el sobre a la papelera. Me parecía casi una falta de respeto. Uso las listas de los
partidos como papel borrador. Por sus dimensiones (29 x 10,5 cms.) son excelentes para tomar notas o hacer esquemas. La democracia tiene también su lado ecológico y utilitario.
Los resultados de las elecciones son conocidos. Ahora estamos en la fase de diálogos para formar gobierno. Se respira un aire de incertidumbre, acrecentado por el triunfo del Brexit en el Reino Unido, el temor de muchos a la victoria de Donald Trump en las próximas elecciones de Estados Unidos y la continua amenaza del radicalismo islámico, que ha multiplicado sus atentados en los últimos días y con el que es casi imposible cualquier forma de diálogo.
Los resultados de las elecciones son conocidos. Ahora estamos en la fase de diálogos para formar gobierno. Se respira un aire de incertidumbre, acrecentado por el triunfo del Brexit en el Reino Unido, el temor de muchos a la victoria de Donald Trump en las próximas elecciones de Estados Unidos y la continua amenaza del radicalismo islámico, que ha multiplicado sus atentados en los últimos días y con el que es casi imposible cualquier forma de diálogo.
¿Qué hacer? La gran
tentación es refugiarnos en nuestros pequeños asuntos cotidianos y ceder
nuestra responsabilidad a los políticos profesionales, aunque luego los
critiquemos sin piedad y no valoremos casi nada de lo que hacen. Pero eso significaría permitir que las cosas siguieran
su curso, incluso implicaría una cierta complicidad. La actitud pasiva siempre favorece a los dominadores. Recojo una cita de Aristóteles
que George
Steiner recuerda en una reciente entrevista: “Si no quieres estar en política, en el ágora pública, y prefieres
quedarte en tu vida privada, luego no te quejes si los bandidos te gobiernan”. Me parece que en España carecemos de una verdadera cultura política que nos impulse a comprometernos con las instituciones y a buscar sinergias entre todos, aprovechando lo mejor de cada uno al servicio del bien común. Domina todavía un cainismo político que busca los propios intereses más que los de la ciudadanía. Quizá esto explique, en parte, las dificultades para lograr acuerdos y establecer alianzas.
Me resulta
difícil resumir los muchos comentarios que he leído en los últimos días con
respecto a los resultados de las elecciones en España, así que me inclino por
un apunte -demasiado largo y discutible- de carácter personal. A veces, ver las cosas a distancia
permite un enfoque menos apasionado y quizá más objetivo. Dado que de política,
religión, sexo y deporte todos hablamos como si fuéramos expertos –y, a menudo,
con mucha pasión– me permito algunas licencias apelando al sentido del humor de
los visitantes de este blog. Aquí no estamos en una cátedra, sino en un ágora donde cada uno puede expresar con libertad y respeto sus propias ideas.
El Partido Popular,
con sus casi ocho millones de votos y 137 escaños, ha ganado las elecciones,
pero no dispone de la mayoría suficiente para formar gobierno. Necesita
alianzas con otros grupos. No deja de ser sorprendente que exista en España un
partido que recoge como en un odre todo el amplio espectro de la derecha,
evitando así la existencia de formaciones extremistas. Pero en su éxito se
esconde su fracaso. Porque eso significa que, junto a personas moderadas de
cariz conservador o de centro y que injustamente son etiquetadas como
franquistas (entre las que se encuentran algunos familiares y amigos), se
agazapan otros muchos que representan viejos demonios históricos: caciques rurales
reciclados, viejas familias de la oligarquía con conexiones en empresas, bancos
e instituciones que pretenden seguir controlando los hilos, corruptos de guante
blanco que se aprovechan de sus cargos, fanáticos con escasa capacidad de
diálogo, arribistas que quieren medrar, etc. Resulta difícil identificarse al
cien por cien con un partido que defiende algunos ideales aceptables en línea con el humanismo cristiano, que
cuenta en sus filas con personas honradas y competentes, que ha trabajado por la mejora de la economía y el empleo, pero que se ha
convertido en huerto donde crecen cardos de corrupción, ha perdido capacidad
negociadora y no muestra signos creíbles de querer cambiar a fondo y de escuchar más a la sociedad.
La coalición Unidos
Podemos, con poco más de cinco millones de votos y 71 escaños, no ha
cumplido sus expectativas (que eran arrebatarle al PSOE el liderazgo de la
izquierda: el famoso sorpasso), pero
ha seducido a muchos jóvenes y personas con deseos de regeneración política. Tiene
el futuro a su favor, al menos desde el punto de vista demográfico. Tengo también
entre mis familiares y amigos algunos podemitas entusiastas, que son
antipopulares confesos. Comprendo muy bien su hartazgo de la vieja política, sus
reivindicaciones, su deseo de borrón y cuenta nueva. Admiro su capacidad comunicativa y algunas formas rompedoras. Pero en sus aspiraciones
desbordadas, en su evidente populismo, se esconde su debilidad. El hecho de
querer ser una coalición transversal hace que en ella quepan el cristiano
comprometido y el anarquista maquillado, el profesor universitario que no ha
pisado nunca la arena política y el agitador comunista que sabe cómo manejar
una asamblea. Es evidente que las querencias bolivarianas y algunos resabios
comunistas no han jugado a su favor. La coalición ha pecado de soberbia y, en
el fondo, de inexperiencia, ha minusvalorado el instinto de las personas
mayores, ha reabierto esquemas dualistas (casta-gente, indecentes-honrados,
ellos-nosotros) que tantos réditos producen a corto plazo, pero que fragmentan
la sociedad, reabren heridas y son difícilmente manejables a largo plazo. Tal
vez muchos votantes adultos (a los que han despreciado con adolescente
autosuficiencia) no tienen muchos conocimientos de sociología política o de
mercadotecnia, pero por la experiencia vivida suelen poseer un instinto para desenmascarar
a los que quieren venderles un asno desdentado como si fuera un pura sangre. La política es un asunto muy viejo. Casi todo
lo que hoy aparece como nuevo no es sino algo antiguo maquillado. ¿Es sensato que el electorado otorgue el gobierno de un país a un partido reciente que
todavía no ha pasado un mínimo control de calidad en los gobiernos locales
y autonómicos?
¿A quién pueden
votar entonces los que no se reconocen en ninguna de estas dos formaciones? ¿Al
viejo PSOE,
que titubea en sus planteamientos, que está muy afectado también por la corrupción y que ha cosechado un resultado decepcionante (85 diputados), incluso en sus feudos tradicionales? ¿A
Ciudadanos (32 diputados), que representa un aire de novedad, pero que mira demasiado a izquierda y derecha
para encontrar su espacio propio? ¿A los partidos
nacionalistas, que buscan más los intereses de una parte que los del todo y que, en algunos casos, han convertido sus respectivos territorios en auténticas fincas a su servicio? ¿A
partidos excéntricos que proponen cosas imposibles, sabedores de que casi nadie
les va a votar y de que, por tanto, no se verán obligados a cumplirlas?
Lo puedo decir de
otra manera:
- Si uno desea que la mayoría de la población tenga un empleo digno y bien remunerado, pero no está dispuesto a depender de las fluctuaciones del mercado (o sea, de los intereses de los más fuertes) y tampoco de un estado intervencionista, ¿a quién debe votar?
- Si uno desea que la educación sea gratuita para todos (desde la infantil hasta la secundaria) y haya ofertas diversas (pública, privada, concertada) que expresen la pluralidad de un país y los deseos de los padres, ¿a quién debe votar?
- Si uno considera que una sociedad pluralista y abierta debe tener un ordenamiento jurídico respetuoso de la laicidad del estado y, al mismo tiempo, sostiene que el hecho religioso es un bien individual y social de primer orden (que debe ser no solo tolerado sino promovido), ¿a quién debe votar?
- Si uno cree que todas las personas deben ser reconocidas en su dignidad (con independencia de su sexo, color, religión, lengua, orientación sexual, etc.) y en sus derechos, pero no está de acuerdo, por ejemplo, en equiparar las uniones entre personas del mismo sexo al matrimonio, ¿a quién debe votar?
- Si uno cree que los inmigrantes y refugiados no son una amenaza para un país sino seres humanos que deben ser acogidos e integrados siguiendo una política europea común, ¿a quién debe votar?
- Si uno cree que en un mundo globalizado caminamos hacia procesos de unión política que garanticen la libre circulación de personas y bienes y respeten las características de los pueblos y naciones y, por tanto, está en contra de los nacionalismos excluyentes, ¿a quién debe votar?
- Si uno es partidario de promover la vida en todas sus etapas y defiende que la familia es una célula imprescindible de la vida social, ¿a quién debe votar?
- Si uno cree que los funcionarios públicos deben ser honrados y considera conveniente que haya no solo medidas anticorrupción sino, sobre todo, una educación integral para la ciudadanía responsable, ¿a quién debe votar?
La lista puede
alargarse ad infinitum. Tras un
ropaje retórico –lo reconozco– se esconde una queja, quizá insuperable: la de
aquellos que nos vemos obligados a escoger entre dos alternativas que nos
obligan a renunciar a aspectos importantes de nuestra visión de la vida o a
aceptar otros con los que no estamos de acuerdo. ¿Por qué, por ejemplo, el
rechazo al aborto (que, en el fondo, es una apuesta por la vida integral) no
puede ir unido a una política social de igualdad? ¿Estaremos siempre condenados a ser de izquierdas
o de derechas, clericales o anticlericales, liberales o estatalistas, centralistas o periféricos? ¿Tendremos
que someternos siempre al sistema partitocrático (y a su continua retroalimentación) renunciado a un ejercicio
cotidiano y capilar de nuestra responsabilidad social?
Estoy convencido de que es posible dar pasos en la línea de una mayor conciencia social y, en consecuencia, de una mayor responsabilidad personal y colectiva. Pero eso exige superar una cierta mentalidad fatalista, que considera que las cosas nunca van a cambiar y que todo depende de “los otros”. Y, desde luego, dejar fuera el maniqueísmo (los buenos son siempre los míos; los malos son siempre los demás) y caminar hacia acuerdos políticos que tengan como objetivo el bien de los ciudadanos por encima de los intereses de los partidos. En otras palabras: se necesita un "cambio de paradigma".
Gracias Gonzalo, por tus reflexiones entorno a la política. A pesar de los pesares, yo también sueño con una nueva política.
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