Escribo desde la
rabia. O quizá mejor desde la tristeza. Llegué a Libreville, la capital de
Gabón, el sábado a las 6,30 de la tarde. Esta era la cuarta vez que visitaba el
país. Iba con mis papeles en regla. Pasado el control de pasaportes, un policía
me dice que el jefe quiere verme, que espere. Nunca habían tenido conmigo una deferencia de este tipo. Pasa el tiempo
y nadie me atiende. Al cabo de media hora, me quejo lo más amablemente posible.
Me dicen que siga esperando, que el jefe está a punto de llegar. Pasada una
hora, me llevan a un cuarto minúsculo donde un tipo –el supuesto jefe de la
cuadrilla– me dice con aire de suficiencia que me falta una carta del obispo
autorizando mi ingreso en el país. Le respondo que esto no es necesario y que
ya presenté todos los documentos requeridos en la embajada de Gabón en Roma. De
lo contrario, no me habrían dado el visado que figura en mi pasaporte y por el
que pagué las tasas correspondientes (bastante altas, por cierto). Elevo un
poco el tono de voz. Me voy quedando solo. Ya prácticamente no hay pasajeros en
el recinto del aeropuerto. El jefe desaparece.
Pasa hora y media. Un claretiano gabonés que me espera a la salida consigue entrar.
Se extraña de mi retraso. Se dirige a los policías pidiendo explicaciones. Estos
insisten en que todavía hay que cubrir algunas formalidades. Me vuelven a pedir
el pasaporte. Hacen fotocopias. Yo estoy a punto de estallar, pero me contengo
para evitar lo peor. Al cabo de dos horas –dos larguísimas horas– me devuelven
el pasaporte y me dicen que ya puedo irme. Uno de los policías me pregunta con
fingida amabilidad si estoy bien. Les digo con toda franqueza que no, que
quiero irme cuanto antes y que me han hecho perder un tiempo precioso.
Afuera es ya
noche cerrada. Nos espera –a mí y al superior general de los claretianos, que
inicialmente consiguió librarse de la retención, pero después fue requerido
cuando supieron que viajábamos juntos– un pequeño grupo de cristianos con un
ramo de flores. Han aguardado estoicamente dos horas extra. Al fin, me
confirman mis peores presagios: la policía nos ha retenido simplemente porque quería sacarnos unos cuantos euros. Se
extrañaron de que fuéramos capaces de resistir dos horas. No saben que no
pasamos por esas prácticas. Es verdad que lograron amargarnos un viaje que
había discurrido con total normalidad, pero, sobre todo, reabrieron la herida
de la corrupción. Esta es una práctica que se da a todos los niveles y que
recibe mil nombres: mordida, coima, recompensa, sobre, tangente… Los que tendrían que servir exquisitamente a los
ciudadanos se aprovechan de ellos: desde el policía de tráfico hasta el
funcionario de cualquier oficina del gobierno pasando por políticos locales,
regionales y nacionales. Reconozco que estas prácticas me sacan de mis
casillas. Despiertan en mí mis peores instintos agresivos, racistas,
vengativos. Tengo que hacer un gran esfuerzo para contenerme. ¿Cómo vamos a
construir una sociedad mejor chantajeando a los ciudadanos, utilizando los
cargos públicos para el lucro personal? ¿Cuándo acabaremos con esta maldita
plaga?
Ayer domingo pude vivir el reverso de la moneda. Presidí la eucaristía en la parroquia Notre Dame des Victoires. Además de una participación masiva, todo estaba preparado al detalle: desde los hermosos cantos de la coral hasta los grupos de lectores y acólitos, pasando por las ofrendas y los símbolos. Fue una misa a la africana que duró un par de horas. Nada que ver con las dos horas del sábado por la tarde. Después del pequeño viacrucis, vivimos la experiencia de la gloria. Quizá la vida humana es así: tiene su cara y su cruz, su viernes santo y su domingo de pascua. Todo es necesario para crecer: a veces en paciencia; otras en gratitud. ¡Benditas dos horas!
Hola amigo:
ResponderEliminarEspero que no pierdas, a pesar de la prueba de espera a la que has sido sometido, tu fe infinita en el ser humano y en la buena intención. Creo que de no ser así, la paciencia se hubiese agotado antes. Confío en que tu estancia en Gabón otorgue los frutos esperados. Gracias por compartir todos tus momentos. Cuídate.