Escribo estas
líneas conmocionado por la muerte del joven piloto de motos Luis
Salom. Y precisamente el evangelio
de este X domingo del tiempo ordinario nos cuenta la historia del hijo de una viuda de Naín, un pequeño pueblo
de la Galilea, a quien Jesús levantó de la muerte. Me cuesta afrontar estas situaciones. ¿Qué se le puede decir a
una madre que contempla el cuerpo de su hijo muerto? He vivido a lo largo de mi
vida varios casos de jóvenes que han fallecido a causa de la droga, el SIDA,
los accidentes de tráfico (la mayoría), el terrorismo, el cáncer, algunos suicidios, etc. Ante
este drama, hay tres reacciones inmediatas: el silencio (porque no hay palabra elocuente ante el abismo de la
muerte), la cercanía (para hacer
sentir que se trata de una soledad acompañada, aunque nunca habitada del todo)
y la oración (para confiar a Dios lo
que nos desborda). No ayudan mucho las tres reacciones contrarias: la palabrería (aunque se profieran palabras consoladoras que nacen de la buena voluntad), la
distancia (cuando no es signo de respeto sino, más bien, de indiferencia y olvido) y la
blasfemia (que culpa a Dios de lo sucedido cuando él siempre está -siempre- del lado de
las víctimas, aunque parezca un defensor silente y escondido).
He visto a madres
que, ante la tragedia de sus hijos muertos, han perdido la fe. Les parece que
Dios se ha ensañado con ellas sin ninguna piedad. Le culpan de no haber cuidado
de su hijo como ellas lo hubieran hecho. ¿Para qué sirve la fe si en los
momentos cruciales no nos saca del apuro? Se encierran en un resentimiento que
les amarga la vida y, a veces, se somatiza en forma de cáncer, depresión o
agresividad. La muerte de sus hijos las sume en un infierno de amargura y desesperación.
He visto a madres
que se quedan como paralizadas, casi anestesiadas. Cuando agotan
las lágrimas, no saben cómo reaccionar. Ni siquiera tienen fuerzas para culpar
a Dios o al azar de la muerte de su hijo. Entran en una especie de mutismo que
desconcierta a las personas de su entorno. Parecen ausentes, como si la vida ya
no tuviera ningún sentido para ellas. Pero no protestan, no suplican. Simplemente
se dejan llevar. Quisieran correr la misma suerte de sus hijos, estar con ellos
cuanto antes. Son como zombies que deambulan con el alma en pena. Nada parece afectarles. El reloj de su vida se ha detenido en la hora de la muerte de sus hijos. Ya nada merece la pena. Quienes viven a su lado sienten que ya no significan nada ni pueden hacer nada.
He visto también
a madres que lloran, que se hacen preguntas, que pasan de la rabia a la
confianza y que, tras un combate desigual e intermitente, se identifican con María, la madre dolorosa.
También ella perdió a su hijo joven. No fue un accidente laboral, sino el resultado de una
condena injusta. Se abrazan a esta María serena, que permanece junto a la cruz, que sufre sin palabras,
pero que espera contra toda esperanza. De la mano de esta madre dolorosa y
esperanzada, dan el único paso que puede sacarlas de la fosa de la desesperación:
entregan su hijo muerto a Dios, como
la ofrenda suprema de su vida. Sin palabras, con el corazón traspasado y
agradecido, le dicen algo parecido a esto: “Señor,
tú me los diste como un don; yo te lo entrego como una ofrenda. Te lo doy con
absoluta confianza porque te pertenece. Estando contigo, sé que vivirá para
siempre”. Cuando una madre es capaz de dar este paso que ninguna frase
puede articular experimenta una profunda liberación. No abandona a su hijo en
la fosa o el nicho de un cementerio. No se lo apropia reteniendo en casa la
urna con sus cenizas. No archiva el dolor en el fondo de su corazón. Va mucho
más allá: lo entrega. Hace el desprendimiento más importante de su vida.
Entonces se
produce el milagro: quien pierde su vida, la encuentra. Jesús, como hizo con la
viuda de Naín, entrega el hijo de nuevo a la madre. No se trata de un cadáver
redivivo, que eso ya no tiene importancia. Jesús pone a la madre en comunión
con el hijo que vive una vida plena en Dios. A partir de ese momento, se establece
una profunda relación que ningún avatar humano podrá jamás interrumpir. Madre e
hijo se sentirán unidos como nunca lo habían estado mientras el hijo vivía
físicamente. Este es el milagro que Jesús sigue realizando hoy. Con todo mi
corazón oro por aquellas madres que han experimentado la pérdida de sus hijos y
que, por diversas circunstancias, no han llegado a esta profunda liberación y
comunión. Nunca es tarde para quien sigue creyendo en Jesús, resurrección y
vida.
Os dejo con el
comentario dominical de Fernando Armellini. Sé que muchos lo escucháis con
gusto y aprovechamiento.
Muchas gracias por compartirlo de una manera tan vivencial... Lo he ido leyendo y me he dado cuenta de que me iba adentrando e identificando y por suerte no he vivido esta experiencia, pero me ha ayudado a acercarme al dolor de una madre concreta, en que hace poco ha perdido a su hijo de accidente.
ResponderEliminarAnte la muerte de un ser querido, sea del grado que sea, es importante este paso de la entrega, aunque cuesta, no es nada fácil.
Gracias