Anoche brillaba
la luna entre las palmeras que rodean mi casita con techo de hojas de palma. Me
quedé un buen rato contemplándola. La marea estaba bajísima, así que el sonido
de las olas llegaba como un murmullo lejano que no perturbaba el silencio de la
noche tropical. La brisa era más suave que los días anteriores. Solo, en medio
de la noche africana, pensé en los silencios que acompañan nuestra vida. Hay
tantas clases de silencios como de palabras. Hay silencios que dan vida y
silencios que matan, silencios que nos reconcilian con nosotros mismos y
silencios que nos hieren y aíslan.
Está el silencio
infernal entre personas que viven juntas sin hablarse. Es un silencio homicida,
que mata al otro a base ignorarlo. Si no te hablo es como si no
existieras. Más aún: no te hablo para que no existas. Sé quién soy cuando alguien me llama por mi nombre. Si nadie me llama, solo queda una sombra de lo que soy. Alguna vez he sorbido
esta copa amarga que es mejor no apurar nunca porque sabe a muerte anticipada. Compadezco a quienes viven en este averno permanente.
Está el silencio
que no acierta a explicar los malentendidos y que va cavando una fosa en la
que, al final, acabamos enterrados. El tiempo la va rellenando de muchas otras cosas,
pero siempre permanece como una herida abierta. Explicaciones de conflictos
vividos que no dimos en el momento oportuno, preguntas que no hicimos, temas
que no afrontamos, relaciones que evitamos para no complicarnos la vida, perdones
que no pedimos o no ofrecimos… y que van minando la espontaneidad y la
confianza. A veces, al cabo de los años, estos silencios reaparecen como una
cuenta sin saldar, como una cicatriz no cerrada del todo.
Hay silencios que
el paso del tiempo va creando sin que sepamos a ciencia cierta cuándo o por qué
empezaron. Personas con las que en alguna etapa de nuestra vida hemos mantenido
una relación cercana, incluso íntima, y que inadvertidamente van desapareciendo
de nuestro horizonte. Es como si comenzara a crecer la hierba en el camino que
unía nuestras vidas sin que nadie se preocupe de segarla. Sin saber cómo ni cuándo,
sin que haya mediado ningún conflicto, las palabras dulces de antaño son
sustituidas por un silencio suave que puede durar décadas. En algunos casos, el
a ver si quedamos un día nunca
encontró la fecha adecuada en nuestra agenda. Y no nos arrepentimos. Simplemente
damos fe de un hecho acaecido.
Hay silencios que
son como un manto protector. Uno podría hablar, decir muchas cosas, pero prefiere
callar porque producirían más mal que bien; por eso, las guardamos en nuestra
bodega. Quizá son silencios un poco cobardes, pero nacen del deseo de no hurgar
en las heridas de los demás, de no usar la información confidencial en
perjuicio de los otros, aun cuando pudiéramos obtener algún rédito por ello.
Hay silencios que
duelen, sobre todo los que nos impidieron expresar nuestro amor a las personas
queridas cuando aún vivían. La timidez, el pudor o la dejadez sustituyen un te quiero por un silencio ambiguo, que
lo mismo podría indicar amor que indiferencia. A veces, cuando caemos en la
cuenta, es ya demasiado tarde.
Hay silencios que
expresan respeto y veneración ante aquello que nos sobrepasa. ¡Cuántas veces
hemos permanecido en silencio ante la muerte inesperada de un familiar o un
amigo, conscientes de que las palabras –cualquier palabra– podían resultar
obscenas, no estar a la altura del dolor que compartimos!
Hay silencios que se abren camino en medio de una conversación íntima y que son signo de una profunda comunión que no se puede expresar con palabras. Hay silencios que nos liberan de los ruidos, nos colocan ante las cuerdas del misterio y nos permiten escuchar la música callada de Dios.
Hay silencios que se abren camino en medio de una conversación íntima y que son signo de una profunda comunión que no se puede expresar con palabras. Hay silencios que nos liberan de los ruidos, nos colocan ante las cuerdas del misterio y nos permiten escuchar la música callada de Dios.
Se puede decir
que anoche escuché una verdadera sinfonía de silencios sin saber bien por qué.
Estas cosas suceden. Y más cuando uno está lejos del ruido urbano y se deja
curar por la naturaleza. Su magisterio silente no tiene precio.
¿Cómo no acordarse del viejo tema de Simon & Garfunkel The sound of Silence?
Parece claro, al menos en tu caso, que África te hace más poeta y te anima a profundizar sobre temas que parecen menores y que son de tanto calado como el de los silencios. El silencio que va creando el paso del tiempo es muy interpelador porque hace que nos sintamos culpables de no saber cortar esa hierba que va cerrando el camino; y vemos cómo va creciendo y somos incapaces de reaccionar. Son los pecados de comisión por omisión. Pecados contra el amor.
ResponderEliminarÁfrica despierta en mí algunos sentidos un poco atrofiados. Es es verdad. Siempre me pasa lo mismo. llevas razón, hay silencios que nos dejan sin capacidad de reacción porque tocan algo muy profundo de nosotros.
EliminarGracias por tu reflexión sobre los silencios. Tienes razón, hay silencios que hablan y silencios que matan. He experimentado varios de los que citas.
ResponderEliminarY hay silencios personales, en la soledad, que pueden llevar a crear, como has hecho tu o pueden llevar a la confusión de uno mismo.