Disfruto mucho con
los himnos de la Liturgia de las Horas. Me acompañan a lo largo de la jornada
como si fueran ángeles custodios. A veces, me sorprendo a mí mismo canturreando
algunos mientras trabajo o voy de un sitio para otro. A fuerza de repetirlos
tantas veces, forman ya parte de mi manera de hablar con Dios.
Reconozco que
esto me pasa solo con los himnos en español; no lo he logrado con los himnos en
italiano, quizá porque me resultan más insípidos. Hoy quiero detenerme en uno
que habla de la presencia de Dios en el trabajo. Consta de dos estrofas formadas
por versos octosílabos. Me detengo un poco en cada una de ellas.
Te está cantando
el martillo
y rueda en tu
honor la rueda.
Puede que la luz
no pueda
librar del humo
su brillo.
¡Qué sudoroso y
sencillo
te pones a
mediodía,
Dios de esta dura
porfía
de estar sin
pausa creando,
y verte
necesitando
del hombre más
cada día!
El himno contempla
los objetos cotidianos como formando parte de esta gran orquesta de la
creación. El martillo y la rueda (lo mismo que el coche, el ordenador, el
bisturí o el puchero) se unen al canto de alabanza que todos los seres elevamos al Creador.
Pero no solo eso: Dios mismo sigue creando a través de la creatividad de todos
nosotros, sus hijos e hijas. Cada vez que realizamos nuestro trabajo con amor
estamos rematando la obra inconclusa de nuestro Padre. El mundo no está acabado.
Tenemos una gran tarea por delante. Cuando uno siente que su pequeño trabajo de cada
día es una nota de esta partitura universal descubre que no es inútil, encuentra un
nuevo sentido. No importa que mi nota sea una redonda de larga duración o una
semicorchea fugaz. Lo que cuenta es que esté bien colocada en el pentagrama
universal.
Quien diga que
Dios ha muerto
que salga a la
luz y vea
si el mundo es o
no tarea
de un Dios que
sigue despierto.
Ya no es su sitio
el desierto
ni en la montaña
se esconde;
decid, si
preguntan dónde,
que Dios está
-sin mortaja-
en donde un
hombre trabaja
y un corazón le
responde.
Hace años se hizo
famosa esta pintada: “Dios ha muerto. Marx ha fallecido y yo me siento muy
malito”. El himno protesta contra el certificado de defunción de un Dios que
sigue vivo en la vitalidad de sus hijos e hijas. Basta abrir bien los ojos para
observar cómo el amor de Dios se está multiplicando en los millones de gestos de
amor que los seres humanos prodigamos cada día: desde las mamás que cuidan de
sus bebés hasta las personas que acompañan a los ancianos, pasando por todos
cuantos somos capaces de renunciar a lo propio para que otros vivan un poco
mejor. Los últimos versos son un correctivo a la imagen de un Dios demasiado
alejado, recluido en el desierto o en la montaña, como a veces lo presenta la
Biblia. No: “Dios está sin mortaja / en donde un hombre trabaja / y un corazón
le responde”. En otras palabras: Dios vive en el corazón humano que sigue
latiendo y transformando este mundo según su designio de amor.
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