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domingo, 3 de abril de 2016

Las dos huidas de Tomás

En el aeropuerto de Fiumicino no se notan más controles de los habituales. Mejor así. Estamos ya un poco hartos de que el temor a un atentado haya inundado los sitios estratégicos de tanquetas del ejército. ¡Y luego decimos –con más miedo que convencimiento– que los terroristas no han cambiado lo más mínimo nuestro estilo de vida! Me faltan un par de horas para el vuelo a Lisboa. Mientras decenas de japoneses se hacen fotos junto al stand de Ferrari y casi todos los demás pasajeros están pendientes de sus teléfonos inteligentes, yo aprovecho para teclear el post de este segundo domingo de Pascua, fiesta de la Divina Misericordia por expreso deseo de san Juan Pablo II, cuyo undécimo aniversario de la muerte celebramos ayer sábado. Para meditar las lecturas de este domingo disponéis de muchos recursos: audiovisuales, escritos, etc. Yo me voy a limitar a explorar la enigmática figura del apóstol Tomás, una especie de “hombre moderno” incrustado en el grupo de discípulos de Jesús. A él le costó mucho reconocer que el Resucitado era el Crucificado. No porque fuera un escéptico profesional o un empirista adelantado a su tiempo. Su problema era de otra índole. En realidad, era un fugitivo: huía de la comunidad y del sufrimiento. Cuando volvió a casa y tocó las heridas de Jesús, pasó de incrédulo a creyente: ¡Señor mío y Dios mío!

Contemplando el itinerario de Tomás, veo dos puntos de contacto con lo que nosotros vivimos hoy. Muchos –como Tomás– tenemos dificultades para “reconocer” a Jesús resucitado en nuestro mundo porque:




Nos hemos separado de la comunidad. El texto del evangelio de Juan dice que Tomás no estaba con los demás discípulos cuando se apareció Jesús la primera vez (cf. Jn 20,24). No sabemos la razón de su ausencia. ¿Era puramente circunstancial u obedecía a motivos más profundos? Cuando uno emprende en solitario el camino de la fe, se siente protagonista (“No dependo de los demás”), experimenta el vértigo de la aventura (“Tengo mis propias luces y sombras”), maneja las dudas y hallazgos a su antojo (¿Quién me tiene que decir a mí lo que tengo que hacer?”). Nosotros, hombres y mujeres modernos, incurablemente egocéntricos y a menudo individualistas, queremos hacer las cosas a nuestro modo, sin tener que depender de nadie. Ya pasó el tiempo en el que nos limitábamos a obedecer lo que otros instruidos decían por aquello de “doctores tiene la santa madre Iglesia”.

Sin embargo, no es exactamente éste el camino de Jesús, por moderno y liberador que pueda parecer. Él se hace presente cuando “dos o más están reunidos en su nombre”. Él no se relaciona con nosotros en una especie de “dueto amoroso” sino de manera personal pero siempre dentro de la comunidad de los discípulos. Separarse de ella, aunque proporcione de entrada una extraña sensación de libertad y autonomía, acaba diluyendo la relación con Jesús. Poco a poco, lo reduce a una creación personal, a la medida de nuestros temores y necesidades. Eso es lo que han vivido todos los que se han apartado de la Iglesia por considerarla un obstáculo más que una mediación, un sacramento. Los puros que han querido separarse de la comunidad impura han terminado siendo vagabundos, no peregrinos de la fe. Solo cuando Tomás “regresa” a casa (a modo de apóstol pródigo) se encuentra con el Resucitado y cree en él. Ya está bien de engañarnos con aventuras solitarias y de imaginar un cristianismo cortado a nuestra medida. Por auténtico que parezca a primera vista, acaba esfumándose.

No queremos tocar sus heridas. Hace años que una amiga mía -médico por más señas- me confesó algo que no he olvidado desde entonces: “Solo descubro a Jesús cuando toco sus heridas” (lo que el evangelio de Juan llama las huellas de los clavos en las manos y en los pies). Nos pasamos la vida huyendo del sufrimiento propio y ajeno porque nos han dicho que tenemos que ser felices. Y, según estos modernos gurús de la felicidad (basta ver la abundante producción de libros de autoayuda), ésta es incompatible con el sufrimiento. ¿Resultado? Una permanente insatisfacción. Pero el sufrimiento nos acompaña desde el primero hasta el último día de nuestra vida. No se trata de ocultarlo sino de tocarlo, de acompañarlo, de traspasarlo. 

Esta es la experiencia de Tomás. Meter las manos en los agujeros de los clavos y en el hueco del costado no es una prueba científica sino un ejercicio de acercamiento. Lo mismo nos pasa a nosotros. Cuando tocamos las propias heridas (sin taparlas precipitadamente con tiritas de autocompasión) y, sobre todo, cuando tocamos las heridas de los demás, experimentamos algo que solo quienes se mueven en este campo conocen bien: el poder transformador del sufrimiento aceptado. Jesús se manifiesta como resucitado, viviente, en su energía para transformar el sufrimiento en esperanza, alegría y capacidad de entrega.



La megafonía del aeropuerto, con continuos avisos sobre horarios, puertas de embarque y atención a los equipajes, no facilita la concentración. Pero, por otra parte, es un símbolo de lo que nos pasa en la vida cotidiana. Estamos saturados de mensajes que nos dificultan reconocer el timbre de voz del Resucitado, que sigue diciéndonos: “Paz a vosotros”. Esto es lo que os deseo de corazón en este segundo domingo de Pascua. Y, por supuesto, siguiendo la costumbre del papa Francisco: Buon pranzo!

Os dejo con la canción de Álvaro Fraile, Aunque me veas dudar.



1 comentario:

  1. Al leer tu post sobre la vivencia de Tomás, recuerdo las palabras de un teólogo que me atrevo a parafrasear: una comunidad o, mejor aún,una persona que no sufre con la comunidad, no es apostólica. No podemos reconocer al Resucitado sin la fuerza que nos da la fe sostenida en la experiencia comunitaria, forjada por la alegría esperanzadora y reconociendo nuestras propias heridas. ¡Feliz fiesta de la Divina Misericordia, en comunidad!

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