Vivo en Roma.
Como sucede en otras grandes ciudades europeas, la presencia de inmigrantes de
otros países salta a la vista. La mayor parte de los vendedores callejeros son
de Paquistán, Bangladesh y algunos países africanos. El tren que suelo tomar
para ir de mi casa a la Piazza del Popolo
siempre va lleno de africanos y asiáticos, que aquí son llamados “extracomunitarios”
por no pertenecer a la Unión Europea. Roma es una ciudad multiétnica. En
general, la convivencia es pacífica, aunque de vez en cuando surgen conflictos
en zonas periféricas de la ciudad. No faltan tampoco las manifestaciones y protestas exigiendo el respeto de los derechos de los inmigrantes, incluidos los sin papeles.
Pero cuando, día
tras día, sigo las noticias de miles de inmigrantes –muchos de ellos refugiados–
que llegan a Europa a través de Lampedusa o de Grecia, me estremezco. ¿Cómo es
posible que se esté dando este fenómeno en el siglo XXI? La imagen del pequeño
Aylan, ahogado en una playa de Turquía el 2 de septiembre de 1015, dio la
vuelta al mundo. Se convirtió en el símbolo de un éxodo
inhumano y de una acogida insuficiente. La Unión Europa no sabe bien cómo manejar esta situación, a pesar de la política de cuotas y de otras medidas extraordinarias. Mucha gente está asustada. En algunos países aumentan los movimientos xenófobos. De hecho, ayer mismo el partido de Angela Merkel (la CDU) perdió muchos apoyos en las elecciones regionales alemanas. El malestar social ante la llegada masiva de refugiados ha impulsado el avance de los populistas de derechas de Alternativa para Alemania (AfD). Conviene recordar que Alemania ha recibido a más de un millón de refugiados desde que comenzó la crisis.
Reconozco esto, pero, al mismo tiempo, me doy cuenta de que no es una
realidad que esté tocando con mis manos. Es algo distante, que no acaba de cambiar mi ritmo de vida. Lo confieso con un poco de
vergüenza, pero no quiero dejarme engañar por sentimientos vacíos y poco realistas o ser víctima de la palabrería. Cuesta poco colgar una foto en Facebook, pero mucho ser solidario de verdad. En la década de los años 80 del siglo pasado, cuando estudiaba en
Roma, acogimos durante varios años en nuestra casa del Claretianum a numerosos refugiados etíopes que, tras un tiempo de
estancia en Roma, conseguían visado para Canadá. Yo me sentía muy cercano a
ellos y trabajaba en varias actividades de ayuda, en colaboración con la Cruz
Roja y algunos voluntarios laicos.
Ahora –debo reconocerlo– todo me queda bastante lejos. Quizá si viviera en Sicilia, Grecia,
Macedonia o Alemania, afrontaría las cosas de otra manera. Respondería con la
misma prontitud y generosidad con que lo han hecho muchas familias y personas
de esos países. O tendría la osadía de viajar hasta esas fronteras del sufrimiento como han
hecho los Pallasos
en rebeldía (sic) y tantos
otros grupos y organizaciones para ofrecer su ayuda solidaria. Es verdad que el pasado 6 de septiembre de 2015,
el papa Francisco pidió a obispos,
parroquias y monasterios de toda Europa acoger a refugiados. Sin
embargo, yo no acabo de ver una respuesta masiva y bien organizada. Reconozco
que los problemas legales, logísticos y económicos son enormes, pero percibo también falta de claridad
en los objetivos y métodos y escasa voluntad a la hora de buscar soluciones. Quizá por eso brillan más las respuestas valientes, incluyendo las de los claretianos. Pienso, por ejemplo, en el Casal Claret de Vic (España) o La Casa sul Pozzo de Lecco (Italia), entre otras iniciativas de trabajo con inmigrantes y refugiados.
Para las personas
de mi entorno –como supongo que para la mayoría de los que leéis este blog– no
resulta fácil entender la crisis migratoria
que vive Europa y menos todavía el largo y violento conflicto sirio. Cuando leo lo que de vez en cuando
cuelgan en sus muros mis amigos de Facebook
en relación con este asunto, percibo mucha rabia y sincero deseo de ayuda, pero
tengo la impresión de que casi ninguno está viviendo esta situación en carne
propia. No conozco a un solo amigo que haya acogido en su casa a una familia de
refugiados, aunque sí conozco voluntarios que echan una mano de diversos modos, comunidades religiosas que se han puesto en camino y organizaciones que están sobre el terreno. Pasar de la rabia y la preocupación
a la acción es un viaje demasiado comprometido. No siempre tenemos la necesaria
preparación espiritual, moral y económica. También nosotros necesitamos ayuda
para poder ayudar.
El tema de los
refugiados es demasiado complejo para despacharlo con los cuatro brochazos de un
breve post. Los expertos aventuran diversas
soluciones. Se suele concordar en que el problema hay que abordarlo “en el origen”. Es
lógico. Pero, mientras tanto, estamos llamados a practicar con todos los medios
a nuestro alcance la cuarta obra de misericordia corporal: acoger
al forastero. Nunca sabemos lo que nos va a deparar el futuro a cada uno
de nosotros. Para los creyentes, el forastero que viene es Cristo mismo, hecho inmigrante o refugiado. Lo único que nunca pasa de
moda es la misericordia. Los pequeños gestos multiplicados crean conciencia y acaban provocando cambios en la raíz. Nunca es tarde. Este año el papa Francisco lavará los pies de doce refugiados en la tarde de Jueves Santo. Es otro gesto que nos ayuda a despertar.
Os dejo con la
versión en español del himno de la Jornada Mundial de la Juventud que se
celebrará este año en Cracovia. Es, precisamente, un vibrante canto a la
misericordia. Conviene empezar la semana con ánimo.
¿Y no será que al final, esta dolorosa situación de INMIGRANTES - REFUGIADOS nos liberará de la cárcel del egoísmo estructural y casi impenetrable del Occidente moderno? Quizás Dios nos esté salvando sin percatarnos demasiado.
ResponderEliminarPuede ser. A lo largo de la historia se ha producido cambios que no obedecían a convicciones sino a grandes movimientos migratorios. La Europa-fortaleza tiene que concebirse de otra manera.
ResponderEliminarGracias Gonzalo por todos los enlaces que ensanchan tu buen artículo, es para leerlo y releerlo.
ResponderEliminarCreo que el problema de los inmigrantes y refugiados es tan grande que nos lleva a decir: ¿y que hago yo? no está en mis manos el solucionarlo y nos quedamos sin darnos cuenta de que podemos aportar nuestro granito de arena, acogiendo a los que tenemos más cerca... Cuántas veces, cuando se acerca un "extranjero" nuestra primera reacción es la de miedo... no sabemos ver en él al hermano, una persona como nosotros... Y en estos momentos nos olvidamos de cuando Jesús nos invita a la acogida.
Es mi punto de vista que quizás dista mucho de la realidad.