Anoche llegué
tarde a mi casa, así que tuve poco tiempo para escribir este post, aunque llevaba dándole vueltas durante todo el día. Lo tecleé a
prisa, sin demasiada reflexión. Yo diría que se trata de un texto escrito a borbotones un poco
inconexos, pero –eso sí– fruto de experiencias vividas, algunas de ellas muy
recientes.
Cuando uno es
joven no suele ser muy sensible al mundo de la enfermedad. Son siempre los
otros –por lo general, las personas mayores– quienes enferman y mueren. Es verdad
que, a veces, un accidente de tráfico, un infarto, un cáncer o la droga acaban con la vida
de algunos jóvenes. El impacto suele ser terrible pero pasajero, como si estas muertes no fueran naturales y, por lo tanto, no contaran
en el cómputo normal. Nos resistimos
a quedar atrapados por experiencias negativas.
En los últimos
años me ha tocado vivir de cerca enfermedades graves en el seno de mi familia y
de mi comunidad claretiana. En los hospitales, en noches de vela, he aprendido
muchas cosas que no fui capaz de asimilar cuando tenía 20 años. La primera es
el poder desestabilizador de una enfermedad sobrevenida. La palabra enfermo (del latín in-firmus) se refiere a lo que no está firme, a lo que no se sostiene
por sí mismo. Eso es un enfermo: una persona que pierde la estabilidad física,
emocional y, a veces, moral y espiritual. Lo que más suele mortificar a un
enfermo es, precisamente, el no poder valerse por sí mismo, el tener que
depender de los demás hasta para las necesidades más elementales. En la enfermedad
volvemos a ser niños en manos de los demás. Necesitamos que nos limpien, nos
alimenten, nos cuiden. Por eso, nunca podremos valorar bastante el cariño de
las personas entregadas a esta tarea.
En las muchas horas que pasé en los
hospitales hace un año, fui testigo del trabajo abnegado de médicos, enfermeros
y auxiliares de clínica (tanto hombres como mujeres). No quiero idealizar. Reconozco
que no todos eran igualmente atentos, serviciales y competentes. Pero era
evidente su vocación de cuidadores. De
diferentes maneras, todos estaban al servicio de la vida. Cuidar la vida es la vocación más hermosa, por dura que resulte en
muchos momentos. Esta es la segunda lección. Cuando alguien realiza su trabajo
con una sonrisa está transmitiendo al enfermo un plus de esperanza. La auxiliar de clínica que baña con delicadeza a una persona en la cama del hospital es la misma persona que padece las secuelas psicológicas de un divorcio o que está preocupada porque el sueldo no le llega para pagar las deudas. Vernos todos como seres humanos frágiles nos ayuda a ser comprensivos y agradecidos.
La enfermedad me
ha enseñado también a valorar los detalles de la vida cotidiana. Cuando estamos
sanos todo nos parece debido: respirar, caminar, comer, hablar, coger una
bebida del frigorífico, conectar el televisor, conducir un vehículo, leer un
libro… En la batalla con la enfermedad, desposeídos de algunas de estas
facultades, apreciamos hasta la más pequeña conquista: dar un paso ayudado de
las muletas, agarrar una cuchara para comer, ducharse sin ayuda, etc.
Pero hay algo más profundo todavía. En los momentos de plenitud nos cuesta decir por favor, ayúdame, gracias, lo siento. Cuando estamos enfermos exhibimos nuestra fragilidad sin tapujos y liberamos la capacidad de ternura oculta. Pedimos ayuda, damos gracias, expresamos cariño, lloramos … Es como si la enfermedad fuera un cursillo intensivo de experiencia vital. No le deseo a nadie una enfermedad, pero he comprobado que en algunos casos parece casi el único camino para ser más humanos, a fuerza de ser más humildes y vulnerables. Decía Schiller que "en las grandes adversidades toda alma noble aprende a conocerse mejor".
Pero hay algo más profundo todavía. En los momentos de plenitud nos cuesta decir por favor, ayúdame, gracias, lo siento. Cuando estamos enfermos exhibimos nuestra fragilidad sin tapujos y liberamos la capacidad de ternura oculta. Pedimos ayuda, damos gracias, expresamos cariño, lloramos … Es como si la enfermedad fuera un cursillo intensivo de experiencia vital. No le deseo a nadie una enfermedad, pero he comprobado que en algunos casos parece casi el único camino para ser más humanos, a fuerza de ser más humildes y vulnerables. Decía Schiller que "en las grandes adversidades toda alma noble aprende a conocerse mejor".
Los cuidadores se ven siempre sometidos a un terremoto emocional. Pueden pasar por momentos de tristeza, cansancio, culpabilidad, rabia, deseos de huir, etc. Pero también de profunda solidaridad, ternura, libertad interior, cercanía, preocupación, alegría. Ante los enfermos, los cuidadores (tanto los profesionales como, sobre todo, los familiares) aprenden a explorar aspectos escondidos de su personalidad. El enfermo es como un espejo que nos devuelve una imagen de nosotros mismos que a veces desconocemos. Nos sorprendemos siendo más tiernos y abnegados de lo que imaginábamos. O, en algunos casos, más fríos e irresponsables. Cuidar a un enfermo es un camino de humanización. Por eso, cuando abdicamos de nuestra responsabilidad en los profesionales nos privamos de una asombrosa vía para crecer como seres humanos.
Siento tristeza cuando veo a algunas personas que con la excusa de sus muchos compromisos laborales o familiares, nunca tienen tiempo para acercarse a los enfermos de su entorno, como si temieran un contagio de humanidad.
Cuando te encuentras acompañando a una persona en su proceso de enfermedad y en el más difícil de los casos acompañándola en los momentos fuertes de la muerte, experimentas una fuerza que no sabes de donde la sacas y aprendes a amar la vida.
ResponderEliminarY ayuda también a tener la certeza de que, en cada momento de la vida el Señor nos da lo que precisamos.
Creo que tú tienes una buena experiencia en este campo. Gracias por compartirla.
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