Voy a pasar casi dos semanas en Vic. Allí celebraremos, del 7 al 15 de este mes, un congreso de espiritualidad con motivo de los 175 años de la fundación de los Misioneros Claretianos. Volveremos a preguntarnos si hay reclamos de espiritualidad en el seno de las sociedades secularizadas. Y hablaremos de búsquedas de sentido, de nuevas expresiones religiosas y rituales, de espiritualidades sin Dios (que parece ser el último grito en el supermercado espiritual contemporáneo) y, en definitiva, de cómo ser mejores misioneros siguiendo las huellas de san Antonio María Claret.
Mi temor es que sucumbamos a la moda inflacionista que nos rodea por todas partes. El verano es un tiempo propenso a congresos, simposios, cursos intensivos, jornadas de estudio, seminarios y todo tipo de propuestas culturales. En muchos casos se trata de meros pasatiempos revestidos con el papel celofán de la investigación. A la gente del mundo académico le suele gustar adjetivar sus iniciativas con palabras como serio, riguroso, científico, metódico y otras lindezas semejantes. En la mayor parte de los casos se trata de hipérboles que no responden a la realidad, sino solo al prurito de querer aparecer como superiores al resto de los mortales.
Espero que nuestro congreso no pretenda ser serio, riguroso, científico y metódico, sino solamente realista, concreto, experiencial y estimulante. Estamos ya muy cansados de malabarismos lingüísticos y de juegos de palabras, especialmente cuando son ejecutados por personas que dicen una cosa y hacen otra. Sin un mínimo de coherencia vital, los discursos se pierden en el vacío, y más cuando se refieren a algo tan vivencial como la espiritualidad.
En realidad, tendríamos que partir siempre del testimonio de personas que intentan vivir lo que anuncian, que no son cartógrafos de la geografía divina, sino, más bien, humildes exploradores. Eso es lo que más admiro en un santo de la talla de Claret. Si me queda tiempo, procuraré compartir con los lectores del Rincón algunas de las luces que se vayan encendiendo a lo largo del congreso. Mi ponencia -compartida con mi hermano claretiano y amigo José Cristo Rey García Paredes- será el último día. Ha sido un trabajo al alimón con miles de kilómetros de por medio en el proceso de preparación.
Si me pongo de nuevo en camino no es por el placer de viajar. Hace tiempo que los viajes empezaron a cansarme. No padezco el síndrome de los jóvenes que dedican su tiempo libre a conocer mundo y retrasan el matrimonio y los hijos porque primero quieren viajar, como si esta actividad se hubiera convertido, por arte de Ryanair y las agencias de viajes lowcost, en una opción prioritaria. ¡O viajar o morir!
Me pongo en camino porque he sido convocado. Y quizás porque salir físicamente del propio lugar es una metáfora de esa salida (éxodo) de la propia tierra que implica toda búsqueda espiritual. La rutina no suele ser buena aliada de la espiritualidad. El Espíritu no hace sino descolocarnos continuamente para que no domestiquemos su hálito creador. Espero que la travesía de los Monegros sea leve a pesar de las altas temperaturas que se pronostican para esta jornada de julio.
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