Nunca había escrito la entrada del blog en el bar de la estación de autobuses de Soria. Lo hago hoy. Acabo de llegar de Madrid. Falta algo más de una hora para coger el autobús de Vinuesa. Afuera la temperatura es de 2 grados. El mes de marzo comienza vestido de invierno. Se espera un fin de semana muy frío. Puede que nieve. Dentro de la remodelada estación se está bien. No hay mucha gente a esta hora. Las pantallas ofrecen información sobre horarios de autobuses y previsiones meteorológicas. En el trayecto Soria-Madrid he estado leyendo la novela Esclava de la libertad, de Ildefonso Falcones.
Al evocar el drama de la esclavitud en la Cuba española del siglo XIX no he podido menos que recordar los seis años que Claret pasó en la isla como arzobispo de Santiago de Cuba. Muchos ricos amasaron sus fortunas con la explotación de miles de esclavos en los ingenios azucareros. Claret se opuso con todas sus fuerzas, pero sirvió de poco. Los intereses económicos y la connivencia de las autoridades políticas fueron más determinantes que sus esfuerzos pastorales. Cuesta entender que unos seres humanos traten a sus semejantes peor que a animales. La codicia no tiene límites. Por eso, cuando veo en Barcelona u otros lugares de España ciertos palacios de burgueses que se enriquecieron a base de explotar a los esclavos cubanos me hierve la sangre. Lo que aparece como limpio y pulcro se ha gestado con la sangre de esclavos africanos, mestizos, chinos e indígenas. No hay justificación posible.
Pero lo peor no es que estas cosas se produjeran en el siglo XIX, sino que se siguen produciendo hoy que tenemos -es un suponer- una conciencia más clara de la dignidad de todos los seres humanos y de sus derechos inalienables. ¿Qué está sucediendo en las minas de coltán en la República Democrática del Congo? ¿Cómo se explota a los trabajadores en las industrias textiles de Vietnam, China, Camboya, Bangladesh y otros países? Cada vez que vemos en la etiqueta de nuestras prendas baratas un “Made in Bangladesh” tendríamos que pensar que muy probablemente ese precio que a nosotros nos beneficia es consecuencia de la explotación de miles de hombres, mujeres y niños en esas factorías inhumanas. No estamos hablando de la Cuba del siglo XIX, sino del mundo del siglo XXI.
Como el sacerdote y el levita de la parábola del buen samaritano, miramos hacia otro lado para acallar nuestra conciencia. Dios no permanece indiferente. El tiempo de Cuaresma nos recuerda cuál es su verdadera voluntad: “El ayuno que yo quiero es este: abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos; partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo, y no cerrarte a tu propia carne” (Is 58).
Hoy es viernes de Cuaresma. Conozco personas -cada vez menos- muy preocupadas por observar la abstinencia prescrita por la Iglesia. Está bien. Pero lo que la Palabra de Dios nos indica va mucho más allá de abstenerse de comer carne. Tiene que ver con la vida y la dignidad de las personas. Amar a Dios significa preocuparse por la dignidad de todos sus hijos e hijas, sobre todo de los más explotados. Es verdad que los cristianos hemos ido creciendo en esta conciencia, pero estamos lejísimos de lo que sería aceptable.
Por eso, cada vez admiro más a quienes han decidido romper con su estilo de vida burgués y han decidido dedicar su vida a estar cerca de quienes viven en los márgenes. Fe en Dios y solidaridad con los pobres son armónicos inescindibles de la fe cristiana. A veces, una simple novela -no especialmente buena, a mi juicio- puede despertar en nosotros rabias contenidas y llamadas sin responder. Estas “meditaciones” profanas son más revulsivas que muchas reflexiones piadosas que parecen caldear el corazón, pero no cambian para nada nuestro estilo de vida. Nos dejan anclados en nuestra comodidad.
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