Siempre he admirado a las personas detallistas, quizás porque yo no lo soy demasiado. Estas personas se acuerdan siempre de las fechas más significativas (cumpleaños, aniversarios, etc.). Hacen llamadas o pequeños regalos sin resultar cargantes. No se limitan a hablar en abstracto de la importancia de la familia, la comunidad, la amistad o la fiesta. Traducen su preocupación en detalles concretos que hacen que los demás nos sintamos a gusto.
Los detalles son siempre los que marcan la diferencia, los que hacen que las palabras adquieran significado, los que escriben la letra pequeña de nuestro contrato con la vida. Por eso, las personas que realmente cambian nuestra vida son aquellas que traducen su amor por nosotros en pequeños hechos que expresan sus sentimientos.
Me muevo en un ambiente en el que estamos acostumbrados a jugar con las ideas. Hablamos, por ejemplo, de la importancia de cultivar la vida de oración y de escuchar la Palabra. Pero, cuando queremos descender al terreno de lo concreto, suelen empezar los problemas. A unos nos les gusta la lectio divina juntos; otros creen que el rosario debería dejarse siempre para la recitación privada; a otros les encanta la adoración del Santísimo Sacramento. Algo parecido sucede con otros conceptos como opción preferencial por los pobres o cercanía a los excluidos. No se discute en abstracto. Los problemas comienzan cuando se desciende a los detalles. ¿Significa eso que debemos incluir una partida económica en nuestro presupuesto anual? ¿Implica abrir nuestra casa para acoger a algunos inmigrantes sin techo? ¿Debemos colaborar regularmente con asociaciones como Cáritas?
Cuando los “detalles” se nos hacen cuesta arriba siempre encontramos fórmulas de escape como: “Este es un asunto muy personal, debemos respetar la conciencia de cada uno”, “No nos atemos con normas como si fuéramos adolescentes; dejemos que cada uno tome sus decisiones”, “Lo que importa es que todo fluya con espontaneidad”… En la mayoría de los casos, estas salidas acaban desencarnando los valores que decíamos profesar. Después de haber hablado solemnemente sobre valores irrenunciables, seguimos como siempre.
Los maestros espirituales -y los pedagogos de cualquier materia- saben muy bien que, en el camino hacia la madurez, necesitamos la ascética del entrenamiento, la práctica de los detalles. Tú puedes decir que eres muy amigable, pero si nunca llamas o escribes a tus amigos, si no te preocupas por ellos, si no les muestras tu cariño con algún favor o regalo, al final esa amistad no es más que un sentimiento huero que no tiene incidencia en la vida real. Y lo mismo cabe decir de quien se proclama ecologista, pero no hace nada por cambiar sus hábitos de vida contaminantes. O de quien dice que se siente atraído por la espiritualidad, pero no dedica tiempos concretos a practicar la oración.
El papa Francisco ha denunciado en repetidas ocasiones el neognosticismo que nos amenaza. Creemos que por pensar en algunos valores o por pronunciar algunas palabras de moda ya hemos modificado nuestra vida. En realidad, donde se nota el cambio es en los detalles que encarnan esos valores. Jesús es el maestro de lo concreto, no el navegador de lo abstracto. Debemos seguir su ejemplo.
Pensamos y deseamos vivir unos valores y no nos atrevemos a poner los medios para lograrlo…
ResponderEliminarHoy me quedo con lo que dices: “En realidad, donde se nota el cambio es en los detalles que encarnan esos valores. Jesús es el maestro de lo concreto, no el navegador de lo abstracto. Debemos seguir su ejemplo.”
Gracias por ayudarnos a caer en la cuenta del valor de los detalles.