Nos cuesta ser corregidos y también corregir a otros. ¿Por qué? ¿Hay algo que podamos hacer para afrontar este asunto de manera serena y eficaz? El mensaje de este XXIII Domingo del Tiempo Ordinario nos ayuda a orientarnos.
En el trasfondo de la meditación de hoy está el devastador terremoto que ha asolado a Marruecos. Las víctimas se cuentan por miles. Uno nunca se acostumbra a las catástrofes naturales. Lo único que podemos hacer es preverlas y protegernos.
La corrección fraterna está en desuso por tres razones principales: por experiencias negativas que han mortificado a muchas personas en el pasado, por nuestra dificultad para abrirnos a la verdad y luchar por la excelencia en el presente y por falta de una metodología que brote del amor y abra un nuevo futuro.
Hay muchas personas que arrastran experiencias muy dolorosas de corrección en el seno de sus familias, escuelas, lugares de trabajo, parroquias, comunidades religiosas, etc. Cuando la corrección implica un atentado contra la dignidad de la persona y se aproxima a la humillación, es lógico que reaccionemos en contra y nos defendamos. Hay que reconocer que hemos padecido una incultura de la corrección (también en la Iglesia) que ha machacado a muchas personas. Corrección era sinónimo de recriminación y a veces de exclusión. Hay muchas historias al respecto.
Hoy se nos hace difícil por otra razón. Nos cuesta creer en la verdad objetiva. Nos hemos vuelto acérrimos defensores de la verdad individual. Nadie tiene derecho a decirme nada porque “cada uno tiene su verdad” y hace las cosas a su modo. La opinión de un científico vale lo mismo que la de cualquier ciudadano. Todos nos sentimos con derecho a pontificar sobre cualquier cosa. Y ¡ay quien se atreva a llevarnos la contraria! Por otra parte, hemos renunciado a la excelencia para colocarnos en una áurea mediocridad. Si uno no quiero crecer y madurar, ¿qué sentido tiene que lo corrijan o que yo corrija a otros? ¡Dejemos a cada cual con su forma de entender la vida!
Por último, nos falta un buen método de corrección. La verdadera corrección es fruto del amor, no de la rabia. No corregimos porque alguien nos caiga mal o porque nos irrite una conducta. Corregimos porque amamos a alguien y queremos ayudarle a progresar en la vida. En el libro de los Proverbios leemos que “el Señor corrige a los que ama, como un padre al hijo preferido” (Pro 3,12).
¿Qué es lo que nos recomienda Jesús cuando tenemos que corregir alguna mala conducta? Nos invita a hablar a solas con la persona, no a hacer públicos sus defectos. Si no nos hace caso, podemos acercarnos a ella con dos o tres testigos. Queda todavía un tercer nivel: poner el asunto en manos de la comunidad y sus dirigentes. Si, a pesar de todo, la persona no reacciona, es mejor apartarla para que reflexione y no contamine al resto.
Estas recomendaciones parecen demasiado obvias y simples, pero no solemos ponerlas en práctica. Nos cuesta seguir este paciente itinerario. En cualquier caso, como se recuerda en la tradición ascética cristiana, se capturan más moscas con una cucharada de miel que con un tonel de vinagre. El respeto y la cordialidad son siempre más eficaces que el resentimiento y los malos modos.
Gracias por todo el abanico que propones a la reflexión.
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