Todo el fin de semana ha estado lloviendo en Madrid. Tras un mes de agosto tórrido, los árboles y plantas echaban de menos el agua. Es increíble cómo en poco tiempo han pasado del verde enfermo a un verde fresco, casi otoñal. Sigue lloviendo mientras tecleo la entrada de hoy. ¡Ojalá siga haciéndolo durante toda la jornada!
Sabíamos que iba a llover. Los meteorólogos y medios de comunicación llevaban días anunciando la famosa DANA. Lo que nos sorprendió a todos fue la ruidosa e inesperada alerta que llegó a nuestros móviles ayer hacia las 2, 40 de la tarde. Era un aviso para que, si no era absolutamente necesario, no saliéramos de nuestras casas porque se temían fuertes tormentas y posibles inundaciones. Parecía la antesala del apocalipsis.
Tras una lluvia breve y saltarina, la tarde transcurrió en calma, al menos en la capital. Enseguida se multiplicaron los memes en las redes sociales: “0 muertos por la tormenta, 850.000 infartos por la alerta roja informática”. Se ve que las autoridades querían evitar desastres parecidos a los causados por Filomena hace dos años y medio. Yo sonreía. Las “suaves” lluvias sobre Madrid no tienen que ver nada con las violentas lluvias tropicales que he padecido en Malabo (Guinea Ecuatorial), Manila (Filipinas) o Panamá. Está visto que todo es relativo. Lo que a nosotros nos asusta, a los habitantes de esos lugares les parecería una broma.
He recordado algo de esto mientras recitaba esta mañana el salmo 41 en la oración de laudes. Me reconocía en las palabras iniciales: “Como busca la cierva / corrientes de agua, / así mi alma te busca / a ti, Dios mío”. Imaginaba a los ciervos del monte de El Pardo buscando el alivio de algún arroyo o balsa de agua en los tórridos meses de verano. Como esos ciervos sedientos, ansiosos de las lluvias otoñales, también mi alma “tiene sed de Dios, / del Dios vivo”. Fruto de esa sed insaciable, brota la pregunta: “¿Cuándo entraré a ver / el rostro de Dios?”. En medio de esta cultura indiferente, “las lágrimas son mi pan / noche y día, / mientras todo el día me repiten: / «¿Dónde está tu Dios?»”.
El salmo 41 parece estar escrito para este lunes 4 de septiembre. Igual que las lluvias del fin de semana han puesto fin a la sequía del verano, así el encuentro con Dios alivia la sed que los creyentes padecemos. Esta sed brota de un interior que parece árido, pero también de un contexto social que nos pregunta dónde está ese Dios en el que decimos creer porque no aparece por ningún lado. La herida de la fe consiste en esa doble esterilidad: la que percibimos dentro de nosotros y la que constatamos fuera, la aridez del alma y la aridez de la cultura.
En momentos como estos, el salmo sigue prestándonos sus palabras: “¿Por qué te acongojas, alma mía, / por qué te me turbas? / Espera en Dios, que volverás a alabarlo: / «Salud de mi rostro, Dios mío»”. No hay razón para la congoja o la turbación. La fe se vive como espera paciente. Dios es siempre nuestra salvación, pero se hace esperar. En medio de la búsqueda, “de día el Señor / me hará misericordia, / de noche cantaré la alabanza / del Dios de mi vida”.
Creo que siempre vamos a vivir la fe de este modo, como sed de sentido en medio del desierto, como ansia de plenitud en la incompletitud de nuestra carne, como respuesta suave en el bosque de preguntas, como ausencia y como encuentro, como noche y como aurora, como luna y como sol. Aceptar con sosiego esta permanente tensión es lo que, poco a poco, nos enseña creer. Todo creyente es un caminante y un luchador. Nunca se detiene en sus convicciones inamovibles, siempre lucha contra la rutina, la pasividad y el conformismo.
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