Me parece claro que los discípulos de Jesús no eran muy expertos en relaciones humanas. Con ocasión de la avalancha de gente que acudió al lugar solitario en el que Jesús quería reunirse con los suyos, el evangelio de Marcos consigna la reacción airada de estos: “Cuando se hizo tarde se acercaron sus discípulos a decirle: «Estamos en despoblado y ya es muy tarde. Despídelos, que vayan a los cortijos y aldeas de alrededor y se compren de comer»” (Mc 6,45-36). En el evangelio de este sábado de agosto sucede algo parecido. Alguien acerca un grupo de niños a Jesús para que les imponga las manos. Los discípulos, en vez de acogerlos con amabilidad, “los regañaban” (Mt 19,13).
Parece que no andamos sobrados de paciencia y de “habilidades blandas” (soft skills) para el trato con la gente. En una ocasión le escuché al cómico Leo Harlem que todos los ciudadanos tendríamos que dedicar un año de nuestra vida a un tipo de servicio social que implicara trato directo con la gente. De esta manera aprenderíamos dos cosas imprescindibles para una convivencia civilizada: a ser menos impertinentes cuando pedimos algo y a ser más amables cuando tenemos que responder a alguna petición.
He sido testigo -como supongo que la mayoría de los lectores de este blog- de lo groseras que son algunas personas cuando se dirigen a los médicos, a los profesores de sus hijos, a los dependientes de una tienda, a los camareros de un bar o a los funcionarios de una oficina pública. Se sienten tan poseídas de todos los derechos que no dudan en exigirlos sin modales. A veces añaden esa coletilla tan chulesca de: “¡Para eso pago!”. A estas personas tan inaguantables me gustaría verlas detrás de la barra de un bar o en un servicio de urgencias. Seguramente serían las más descorteses con las personas. Suele haber una correlación entre impertinencia y descortesía.
Es verdad que a veces no queda más remedio que levantar la voz cuando las cosas no funcionan como debieran, pero, en condiciones normales, la amabilidad y la cortesía son las puertas que abren cualquier servicio. Personalmente me gusta tratar con mucho respeto a las personas que hacen su trabajo de cara al público porque sé por experiencia que se trata de algo muy duro y en ocasiones desagradable. Todo el mundo es digno de un trato deferente.
Pero, volviendo al caso de los discípulos de Jesús, también es verdad que muchas personas que tienen profesiones que implican un trato asiduo con la gente no tienen las cualidades y actitudes necesarias para ello. En este grupo incluyo también a algunos sacerdotes y agentes de pastoral. Comprendo que a veces estemos cansados, comprendo que hay personas un poco cargantes, comprendo que uno no está todos los días con un ánimo alto, pero eso no justifica que un discípulo de Jesús mande a la gente con cajas destempladas. Los sacerdotes necesitamos un curso de paciencia y quizás otro de habilidades sociales para saber tratar a las personas según sus características y necesidades.
Es probable que en el pasado la gente aguantase con resignación a los curas que regañaban. Hoy ya no está por la labor. Regañar es uno de esos síntomas de clericalismo que hacen tan antipática a la Iglesia. Por lo general, quien regaña muestra una falta de empatía y de compasión, que contradice la actitud compasiva y cercana de Jesús. Frente a los discípulos que regañan a los niños, Jesús reacciona de otra manera: “Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el reino de los cielos”.
Todos necesitaríamos un curso de “paciencia” para que la convivencia fuera fluida y nos permitiera conocer un poco más a los demás.
ResponderEliminarRecuerdo una frase que, ya desde mi infancia, le había escuchado decir a mi madre: “la paciencia es la madre de la ciencia”.
Actualmente se regaña más que no se educa y es fruto del estrés que llevamos, de querer llegar a todo y no conseguirlo… La persona frustrada es la que más lo hace.
Gracias Gonzalo, por ayudarnos a tomar conciencia de ello.