Escribo esta entrada a las 6,15 de la mañana (hora de Medellín). En Europa son siete horas más. El domingo va avanzado. Por mi ventana entra la brisa fresca de la mañana. Ha llovido algo durante la noche. Desde esta colina de El Picacho la vista de la ciudad es sencillamente impresionante. Sigue habiendo nubes a baja altura. Doy un vistazo rápido a los periódicos digitales para saber qué ha pasado en el mundo. Francia está que arde, mucha gente se echó ayer a la calle en Madrid y otras ciudades para celebrar la llamada fiesta del Orgullo, España ha comenzado la presidencia de la Unión Europea y la guerra en Ucrania sigue su curso imparable.
Naturalmente, hay otras muchas noticias, como el nombramiento de monseñor Víctor Manuel Fernández, arzobispo de La Plata (Argentina), como nuevo prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe. Debo decir que su libro Los cinco minutos del Espíritu Santo es el más vendido en nuestra editorial Publicaciones Claretianas. Llega a la gente. Por algo será. Mirando más a casa, doy gracias a Dios por la ordenación presbiteral de Carlos y diaconal de Dayas en la parroquia de san Antonio María Claret de Madrid. Ambos son claretianos pertenecientes a mi provincia de Santiago. Son un regalo de Dios en tiempos de tanta escasez vocacional para los ministerios ordenados.
Me fijo ahora en el Evangelio de este XIII Domingo del Tiempo Ordinario. Escojo uno de los varios posibles enfoques, el que tiene ver que con la acogida como puerta de entrada a Dios. En general, en África y Asia, la hospitalidad es una virtud de primer orden. Acoger al conocido e incluso al extraño es una forma de religiosidad. Quizás sin llegar a esta hondura, también en América Latina percibo esta virtud. En Europa y Norteamérica lo fue en el pasado. Hoy la acogida ya no es “cool”. Vivimos en una sociedad en la que cada uno tiene que aprender a valerse por sí mismo. Las visitas son muy selectivas, programadas y de corta duración. Se podría decir, exagerando un poco, que son un estorbo al ritmo independiente que solemos llevar.
De hecho, tengo la impresión, agudizada después de la pandemia, de que nos visitamos poco. Los amigos suelen quedar para charlar y tomar algo, pero no en sus casas, sino en terrenos neutrales: bares, restaurantes, parques, discotecas, espacios de ocio, etc. Raramente se encuentra a alguien que diga como la mujer rica de la primera lectura de hoy en referencia al profeta Eliseo: “Vamos a prepararle una habitación pequeña, cerrada, en el piso superior; le ponemos allí una cama, una mesa, una silla y un candil, y así, cuando venga a visitarnos, se quedará aquí”.
Somos muy celosos de nuestra privacidad, de nuestros horarios, de nuestros espacios. No nos gusta que nos compliquen la vida, ni siquiera las personas a las que queremos. Nos hemos vuelto demasiado cómodos e individualistas. ¡Basta ver la cara que ponen algunos cuando alguien llega a su casa... sin avisar!
Recibir a alguien que viene es recibir a Dios. En la tradición benedictina, todo huésped es Cristo. En el evangelio, Jesús lo dice con otras palabras: “El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro”.
¿Y si las dificultades que hoy tenemos para creer en Dios estuvieran muy relacionadas con la pérdida de la cultura de la hospitalidad y la acogida? Cuando nos cerramos en la intimidad de nuestra casa y apenas abrimos a la puerta a algunos familiares y amigos, ¿no estaremos inadvertidamente volviéndonos impermeables a la visita de Dios? De hecho, en las culturas en las que la hospitalidad es una gran virtud, la fe suele brillar con luz propia.
Siempre me han atraído unas palabras de la carta a los Hebreos: “Conservad el amor fraterno y no olvidéis la hospitalidad: por ella algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles” (Hb 13,1-2). Cuando acogemos a las personas, aunque no nos demos cuenta, aunque nos parezca un simple gesto de educación o amabilidad, estamos acogiendo al mismo Dios. Se abre por aquí un camino luminoso para despertar la fe del letargo en el que puede estar sumida.
Los pájaros que trinan en el precioso parque que rodea la casa donde estoy –“Villa Claret”– parecen confirmarlo con sus trinos dominicales. No debo de estar muy equivocado.
Cuantos recuerdos y añoranza conllevan la entrada de hoy y sus fotos… Por todos los detalles, por la calurosa acogida en la Asamblea General de Seglares claretianos que viví, hace ya cuatro años, y por tus comentarios, continuo diciendo que “Dios está en Medellín”…
ResponderEliminarNo siempre somos conscientes de que cuando acogemos a las personas estamos acogiendo al mismo Dios. Estamos viviendo con mucha superficialidad.
Como dices: “Dios se cuela por la puerta” si somos capaces de abrirla de par en par, a pesar de que no siempre somos conscientes de ello.
Gracias Gonzalo por desmenuzar este tema de la acogida.