Salí de casa a eso de las 14,45. Había dejado todo listo antes de la comida. ¿Todo? Todo no. Cometí un error de principiante. En vez de enfilar el coche hacia la M-30 y luego a la M-40 para acabar recalando en la A-2, como he hecho con éxito en otras muchas ocasiones, me aventuré a cruzar Madrid de oeste a este por el eje Cea Bermúdez-Jose Abascal hasta embocar el túnel que conduce directamente a la A-2 evitando varios cruces en superficie. Olvidé que era viernes, así que no tuve más remedio que sufrir el atasco que inaugura cada fin de semana. Durante demasiado tiempo avanzaba como a empujones, de treinta en treinta metros. Y a veces menos. Cuando salí a la A-2 a la altura de la sede de IBM había pasado casi una hora.
Me sorprendí de mi serenidad. Hace años hubiera estado encendido. Todavía tuve alguna retención menor hasta casi llegar a Guadalajara. Luego la autovía se volvió fluida. Dominaban los camiones. Antes de haber completado los 100 primeros kilómetros, me detuve en un área de servicio para repostar y limpiar el coche, que parecía un matadero de mosquitos. El resto del viaje lo hice con tranquilidad, aunque soplaba un fuerte viento que hacía girar con fuerza los aerogeneradores que hay entre Medinaceli y Almazán.
Me gusta conducir sin pensar en nada, dejándome llevar por el paisaje, imaginando algunas historias de las personas que me adelantan con prisa. Pocas veces superé los 130 kilómetros por hora. Procuré mantenerme en el umbral de los 120. Comprobé que, tras semanas sin lluvia, el terreno estaba seco y los trigos menguados, con un verde pálido de enfermo crónico. Había nubes panzudas, algunas de un gris intenso, pero ninguna era portadora de la esperada lluvia. El protagonista era el viento. Era evidente que -como dice el refrán- “cuando marzo mayea (y este año mayeó mucho), mayo marcea”. En fin, tirando de refranes, “cuando no hace el tiempo que quieres, tienes que querer el tiempo que hace”.
De todos los meteoros, el viento es quizás el que menos me gusta. Me consolaba saber que estaba siendo fuente de energía eléctrica, aunque no creo que eso acabe notándose en el recibo de la luz. Escuché las noticias por la radio. Me enteré de la cumbre del G-7 en Japón. Escuché con atención una tertulia en la que se analizaba el bajo nivel de asociacionismo entre los jóvenes españoles. Parece que no llega al 10% de la población entre 18 y 34 años. Son alérgicos, sobre todo, a la política. No me extraña porque la estructura de los partidos sigue siendo muy piramidal y “dedocrática”, pero de esto me gustaría escribir la próxima semana.
Un poco antes de las seis de la tarde llegué a Soria. Estacioné como pude cerca del aula Tirso de Molina, a cuatro pasos de la hermosa iglesia románica de Santo Domingo. A mi sobrino Iker, lo mismo que a otros 53 niños y adolescentes, le entregaban un trofeo por sus excelentes resultados en los juegos deportivos provinciales que patrocina la diputación. Recibido el premio y hechas las fotos de rigor, enfilé la carretera de Vinuesa sin ningún apuro. Seguía soplando el viento, pero era tolerable. Las músicas de Radio Clásica me ayudaban a disfrutar de una ruta llena de robles primero y de pinos después. Cuando empecé a divisar el embalse de la Cuerda del Pozo (al 70% de su capacidad) sentí que ya estaba en casa. Los robles empiezan a tener hojas nuevas.
El verde oscuro de las masas de pinos da una sensación de frescor que mitiga la pertinaz (como se decía ya en tiempos de Franco) sequía. Hasta el coche parecía un poco más saltarín, como si adivinara que estábamos llegando a casa. Fueron alrededor de 270 kilómetros entre puerta y puerta. A las siete y media estaba ya metiendo la llave en la cerradura de la puerta. La tarde seguía plomiza y ventosa, pero una íntima satisfacción me recorrió por dentro. Primer acto del hermoso programa que me aguarda este fin de semana.
También, esta semana, pude vivir el placer de conducir. En total unos 330 kms., entre ida y vuelta en dirección a los Pirineos y los aguanté bien. El conducir me relaja y cuando voy acompañada de buenas amistades todavía más. Cuando me pongo a conducir me siento “libre”… no me apuro por nada… tampoco me he encontrado con muchos problemas ni atascos.
ResponderEliminarMe sorprendió el cambio de paisajes que fuimos encontrando. Desde un paisaje “abierto”, los verdes de los árboles y prados que íbamos encontrando, colores un poco apagados por la sequía, dando gracias a Dios por la belleza de la naturaleza y de repente atravesamos un paisaje rocoso, rudo… Me planteé como seguramente el paisaje influye mucho en el carácter de la gente…
¡¡Como nos habla la naturaleza si nos dejamos interrogar!!
Gracias Gonzalo por contarnos tu experiencia. Disfruta de este fin de semana. Relájate con los aires de Vinuesa.