Ya ha comenzado la recta final que nos conduce a la solemnidad de Pentecostés. Yo vivo todavía los ecos del día de la Ascensión y la primera comunión de uno de mis sobrinos. Tanto el párroco como las catequistas prepararon con mimo la celebración. Creo que los comulgantes, junto con sus padres y familiares, vivieron un momento entrañable en el que percibieron el paso de Jesús. En una asamblea numerosa y plural no es difícil imaginar actitudes y posturas muy distintas. No todos los padres que piden la primera comunión para sus hijos viven internamente lo que se celebra, pero Dios tiene sus caminos para llegar al corazón de las personas. A veces, una palabra o un gesto que parecen secundarios dan en la diana, remueven algunas fibras internas.
No es raro que, a través de los niños, de su fe ingenua y saltarina, Dios se haga el encontradizo con los adultos que hace tiempo que “no descuelgan el teléfono”. Por otra parte, una liturgia bien celebrada, no deja a nadie indiferente. Los cristianos creemos que la liturgia no es un mero recuerdo nostálgico de algo que sucedió en el pasado, sino que actualiza en el presente el misterio que celebramos. Creo que la banalización de la liturgia conduce irremediablemente al debilitamiento de la fe. Algo de esto hemos vivido en las últimas décadas.
Mientras el tiempo pascual termina, se me hacen muy consoladoras las palabras que Jesús dirige a los suyos en forma de despedida: “Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). Jesús nos advierte de que nuestra vida cristiana será una lucha constante. Lo compruebo a cada paso. Desde que nos levantamos cada día tenemos que enfrentarnos a desafíos externos e internos. Nos llegan noticias de conocidos nuestros que enferman, agonizan o mueren. Muchas familias se las ven y se las desean para salir adelante. No solo se trata de problemas económicos, sino de dificultades para la convivencia. Hay matrimonios que viven el hielo de la incomunicación, sacerdotes que se sienten desfondados, jóvenes que no ven futuro.
Nosotros mismos, en medio de la rutina diaria, podemos descubrir dentro de nosotros tristezas inexploradas, cansancios que no remiten, temores pegajosos que nos impiden vivir con serenidad. A estas luchas internas se unen a menudo los escollos provenientes del contexto en el que vivimos, que no siempre es favorable a la vida de fe, que a veces nos hace sentir como extraños, como habitantes de otro planeta.
Cuando vivamos situaciones semejantes, nos hará bien acordarnos de las palabras de Jesús. Él ya nos ha advertido de que todo esto sucedería, de que seguirlo a él no sería un camino de rosas, de que, tarde o temprano, el cansancio haría mella en nosotros. Nos reconforta saber que, en medio de todas estas pruebas, podemos encontrar la paz en él porque con su resurrección él ha vencido al mundo. No hay ninguna lucha, por ardua que parezca, que pueda destruirnos si ponemos nuestra confianza en Jesús. Él no nos ha prometido ahorrarnos problemas y combates, sino que nos ha asegurado su presencia con nosotros y su energía vencedora.
El cristiano es un combatiente. Por eso, cuando concebimos la vida como un retiro dorado no vivimos con plenitud. Mientras peregrinemos por este mundo tendremos luchas hasta el último segundo. No tendríamos que extrañarnos. Más bien tendríamos que sospechar del exceso de calma. Pero lo que nos mantiene en pie es la convicción de que Jesús nunca nos deja solos y de que, en su triunfo, todos triunfamos. Su Espíritu es quien nos va guiando y fortaleciendo en el camino de la vida.
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