Termina el mes de abril.
Escribo esta entrada casi al final del día. Todo se ha precipitado. A mediodía hemos concluido el capítulo de la provincia polaca, no sin algún sobresalto de última hora. Mi amigo Miguel Márquez, prepósito general de los carmelitas descalzos, me envía la
crónica de su reciente viaje a Ucrania. Es un relato estremecedor. Lo devoro en pocos minutos.
Las numerosas fotos le dan realismo y belleza. No es lo mismo leer las crónicas periodísticas que el testimonio de alguien que ha celebrado la muerte y resurrección de Jesús en ese martirizado país.
Escucho también el
podcast de los periodistas John Carlin y Charlie Castaldi sobre el conflicto ucraniano. Ambos coinciden en que pocas veces -o nunca- han tenido tan claro hacia dónde se inclina la balanza.
Putin se ha inventado una guerra a la medida de sus intereses y megalomanía. No es saludable ni justa la equidistancia moral. Mientras escribo, a pocos metros de mí, un cuarteto está interpretando diversas piezas. Me cuesta concentrarme porque la música me arrastra.
En este contexto de tantas contradicciones, he caído en la
cuenta de que nuestro jefe es un traidor. Puede que algunos piensen en el
presidente de mi país. Reconozco que hay argumentos sobrados para pensarlo, pero ya se sabe que en política a la traición se la llama cambio de estrategia. Algunos
extremistas pondrán su diana en el papa Francisco. Muchos piensan que ha traicionado
a la Iglesia. Pero no. No estoy pensando ni en Pedro Sánchez, ni en el papa
Francisco ni en ningún otro líder político o religioso actual.
Estoy pensando
en un pescador de Betsaida llamado Pedro. Me lo recuerda el Evangelio de mañana (Jn 21,1-19). Presumía de ser amigo y lugarteniente
de Jesús, pero en el momento de dar la cara lo negó. Acabamos de recordar su
historia de traición hace un par de semanas. A su lado, nuestras traiciones
parecen de tono menor. Cualquier otro líder lo hubiera fulminado, pero Jesús no
era “cualquier otro líder”. Tras la resurrección, le encarga apacentar el
rebaño de la incipiente comunidad. No le pide que examine la inconsistencia de su
respuesta, ni siquiera que se arrepienta de su traición. Y tampoco le exige que
se someta a una terapia de choque, como haría hoy cualquier responsable eclesiástico
con los subordinados que hubieran incurrido en un escándalo. Lo único que hace Jesús
antes de confiarle la misión es preguntarle por tres veces si lo ama. No hay terapia más reparadora que el amor.
El relato nos resulta tan familiar, quizás incluso tan
trillado, que ya no percibimos su fuerza. Pero, leído con un poco de distancia,
nos cuenta algo escandaloso: Jesús confía el liderazgo de la comunidad de sus discípulos
a un traidor. Y, para colmo, ni siquiera le exige que se retracte públicamente
de su traición o que haga un mes de ejercicios ignacianos. Ironías aparte, Jesús
nunca deja de sorprendernos. Siempre sale por donde menos imaginamos. Casi
siempre escoge un camino que no se parece a los nuestros.
Hoy vivimos
traiciones y escándalos de diversa índole. En el pasado era frecuente “taparlos” (cover up) para que no dañaran la imagen de la Iglesia. Hoy, escarmentados de una actitud
ruin y cobarde, nos hemos pasado al extremo contrario. Si alguien comete un crimen o un
pecado grave no hay redención para él o para ella. Toda la vida debe arrastrar
ese sambenito. Nos parece que de esta manera nos convertimos en adalides de la
tolerancia cero. Nos curamos en salud. Nadie nos podrá echar en cara que no
hemos actuado con contundencia, aunque sea burlando los procedimientos.
¡Qué lejos estamos de lo que haría Jesús! Ni en
la cobertura hipócrita ni en la condena sin paliativos nos parecemos en él. Por
eso, más nos vale caer en sus manos que en las de nuestros semejantes. Pedro,
nuestro primer líder, supo bastante de esto. Hoy no hubiera pasado el filtro en un normal proceso de canonización. Sin embargo, lo veneramos como san
Pedro. Vivir para ver.
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