Ayer tendría que haber escrito algo sobre san Valentín, el día de los enamorados y lindezas de este género, pero preferí evocar mi visita al Museo Nacional de Escultura de Valladolid. Por otra parte, ya le dediqué al asunto de los enamorados una entrada hace un par de años.
Hoy me fijo en una cuestión que parece de poca monta, pero que influye mucho en la manera de vivir la liturgia. Me refiero a la forma de proclamar la Palabra de Dios. Damos por supuesto que el mero hecho de saber leer habilita a una persona para proclamar en público las lecturas de la misa, pero no es así. A menudo, muchos de los lectores que con buena voluntad suben a los ambones de nuestras iglesias leen las lecturas de tal manera que la mayor parte de la asamblea no se entera. Sin pretenderlo, contribuyen a hacer de las celebraciones algo ininteligible y tedioso.
Cuando no falla el micrófono, fallan el volumen o la dicción. Incluso si los lectores tienen buena pronunciación y una voz clara y potente, no siempre se percibe el mensaje porque ellos mismos no le dan el sentido profundo que tiene. Un buen lector litúrgico no es lo mismo que un locutor profesional. En otras palabras, no se puede proclamar un texto de la Escritura sin saber mínimamente lo que se está leyendo y sin creer en la fuerza de la Palabra de Dios. Los oyentes suelen percibir la diferencia.
Pocas iglesias tienen equipos de lectores bien entrenados. Lo más frecuente es que se recurra a espontáneos que se acercan al ambón por costumbre o porque no hay nadie disponible en ese momento. Salvo excepciones, el resultado suele ser mediocre. Cuando uno desde su banco oye una lectura que no le transmite nada, tiende a desconectar. Nos ha pasado a todos. Por eso, es tan necesario dar importancia al ministerio de lector.
Existe como ministerio instituido para poner de relieve su significado, pero incluso en los casos de lectores no instituidos (que son la gran mayoría de quienes proclaman la Palabra de Dios en nuestras celebraciones) hay que cuidar más su selección, preparación y coordinación. Cambia mucho la acogida de la Palabra de Dios cuando es proclamada con claridad, técnica, dignidad y convicción que cuando se despacha de cualquier manera para salir del paso.
Lo que digo de los lectores lo aplico también a quienes proclamamos el Evangelio y/o pronunciamos la homilía; es decir, diáconos, presbíteros y obispos. El sacramento del Orden no garantiza por sí mismo una buena dicción y mucho menos claridad expositiva, unción y entusiasmo. Todos necesitamos creer en la importancia de este ministerio y prepararnos a conciencia. Por mi parte, no recuerdo haber leído nunca el Evangelio de corrida, como quien quiere despachar cuanto antes una tarea. Soy consciente de que cuando se proclama la Palabra de Dios en la Eucaristía es Cristo mismo quien se hace presente en medio de la comunidad.
Imagino que entre los amigos de este Rincón hay varios que sois lectores habituales en vuestras parroquias o comunidades. Sé que también hay un buen número de sacerdotes. ¿No os parece que tendríamos que prepararnos mejor para que la Palabra de Dios llegue con más claridad y convicción al corazón y la mente de quienes participan en las celebraciones, sobre todo en la Eucaristía dominical? Si no se tiene mucha experiencia, eso exige haber leído el texto previamente en voz alta al menos un par de veces para percibir su género literario, su sentido, su ritmo y las posibles palabras o expresiones difíciles. Es fácil tropezarse con el rey Nabucodonosor, con la comunidad de los tesalonicenses o con el holocausto ofrecido a Dios.
Y exige, por encima de todo, haber captado lo que Dios nos quiere transmitir a través de él para convertirnos en mediaciones inteligibles. A veces, una mera inflexión de la voz, un acento o una pausa estratégica son suficientes para redimir una frase de la rutina y hacer que suene como si fuera la primera vez. No es cuestión de teatralizar la lectura, sino de hacerla inteligible.
En Internet se encuentran vídeos y documentos que ofrecen pautas muy concretas para ejercitarnos en el arte de proclamar (no simplemente leer) la Palabra de Dios. Pequeños detalles pueden marcar la diferencia. Todos nos merecemos celebraciones más claras, bellas y transformadoras.
Gracias Gonzalo por hacernos conscientes de nuestra responsabilidad de Proclamar la Palabra.
ResponderEliminarEs verdad, muchas veces, las personas que suben a leer en las celebraciones litúrgicas, no están preparadas para proclamarlas… no dan ninguna entonación y hay quienes parece que están hablando entre dientes, sin ni siquiera vocalizar.
ResponderEliminarSaber proclamarlas, es todo un arte y que, a la vez, hace bien al lector y a quienes le escuchan, porque para poder proclamarlas se necesita un previo que es haberlas meditado antes, ser posible digerirlas y que le resuenen en su interior.
Probad con el salmo del Buen Pastor la diferencia que hay entre leerlo o proclamarlo.
En Eucaristías para niños, no es más sencillo, quizás resulta más complejo, porque además de dejarlas resonar en nuestro interior hay que saber darlas a su medida y si es el niñ@ el que lee, que también, a su manera, lo haya comprendido.
Gracias Gonzalo porque por escrito y por palabra estás proclamando la Buena Nueva, haciendo que sea mucho más fácil digerirlo. Como dices: “pequeños detalles pueden marcar la diferencia”.
LEER PAUSADAMENTE, con énfasis, vocalizando, como masticando y saboreando las palabras, añadiendo algún gesto con el rostro, las manos, el cuerpo. Hasta se puede REPETIR alguna palabra o frase.
ResponderEliminarRicardo escribí lo anterior , perdón
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