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jueves, 17 de febrero de 2022

La buena educación

Mis compañeros del Equipo Pedagógico Provincial de los Misioneros Claretianos de la Provincia de Santiago me pidieron hace pocos días una entrada para su blog Educación que cambia. Escribí unas líneas sobre el Pacto Educativo Global requerido por el papa Francisco. Como él mismo afirma, “todo cambio necesita un camino educativo para generar una nueva solidaridad universal y una sociedad más acogedora”. No soy un experto en educación, pero he sido educando y educador en diversas etapas de mi vida. Algo he ido aprendiendo con el paso del tiempo, aunque solo sea a base de aciertos y errores. 

Para empezar, he vivido experiencias de diverso tipo: la enseñanza primaria la hice en una escuela pública, los cinco primeros cursos de bachillerato en un colegio religioso, el sexto curso por libre y el COU (Curso de Orientación Universitaria) en un instituto público. Conozco, pues, de primera mano los diversos ambientes educativos. Han pasado casi 50 años desde entonces. Muchas cosas han cambiado en el campo de la educación, comenzando por la distribución de etapas y de cursos.

En España se habla de colegios públicos, concertados y privados. No acaba de satisfacerme la clasificación, pero es la que se estila. Cada cierto tiempo se enarbolan banderas en defensa de la enseñanza pública (por considerar que es la que mejor garantiza la igualdad de oportunidades) o de la concertada (porque permite a los padres elegir un colegio de acuerdo con su manera de entender la vida). La privada necesita menos apología porque no depende de las ayudas estatales. Se sostiene con las contribuciones de las familias. Está reservada, pues, a los más pudientes.

Durante cinco años yo estudié en lo que, popular pero impropiamente, se denomina “colegio de curas”; es decir, un colegio gestionado por una congregación religiosa o por otras entidades eclesiásticas. Mi experiencia fue muy positiva. Guardo gratos recuerdos de profesores y compañeros, aunque, vistas las cosas con perspectiva histórica y mirada crítica, comprendo que había un poco de todo: profesores competentes y profesores mediocres; respetuosos y un tanto bruscos y desconsiderados; meapilas y comecuras. Todo eso forma parte de la vida real. Aunque es cierto que un niño y un adolescente son muy maleables, todos tenemos una mínima capacidad para filtrar lo que nos parece bueno, dejar a un lado lo mediocre y olvidar lo malo. La solidaridad entre los alumnos ayuda a hacer este cribado.

Cuando escucho a gente de mi generación (sobre todo, a algunos artistas y personajes públicos) despotricar contra los “colegios de curas”, creo que estamos hablando de dos mundos distintos. Tal vez yo fui muy afortunado, pero mi experiencia de camaradería, disciplina, respeto, curiosidad intelectual, apertura a distintos ámbitos y sentido cristiano de la vida fue muy positiva. No la cambio por otra. De hecho, sigo conservando amigos de aquellos años de bachillerato que comparten esta visión de las cosas. No sufrimos vejaciones ni fuimos maltratados. No tuvimos la impresión de ser adoctrinados a marcha martillo. Naturalmente, todo se encuadraba en la forma de entender la vida en los primeros años 70 del siglo pasado. Hoy los colegios religiosos funcionan de otra manera.


Mi gran preocupación como misionero es de otra naturaleza. Se supone que un colegio religioso educa según una visión cristiana de la vida y en vistas a un compromiso personal y público que brote del Evangelio. Algunos de mis antiguos compañeros así lo reconocen. Están muy agradecidos por esa educación en la fe que posteriormente han procurado mantener y desarrollar en su vida y en su profesión. 

Pero, siendo sinceros, una buena parte de los alumnos de los colegios religiosos se han desenganchado de toda práctica religiosa y aun de una vida personal de fe. Muchos se volvieron anticlericales y algunos engrosaron los cuadros dirigentes de partidos políticos que no se distinguen precisamente por tener una inspiración cristiana. No han faltado casos de políticos y empresarios condenados por corrupción que se habían formado también en colegios religiosos.


¿Qué ha pasado? ¿En qué quedaron las clases de religión, las charlas, los retiros, las convivencias, los voluntariados, las misas y las fiestas religiosas? ¿Fue todo una imposición que había que soportar para seguir adelante y obtener buenos resultados académicos? Es probable que en algunos casos el exceso de incentivos sin suficiente motivación haya producido en bastantes un efecto vacuna. “Ya oí muchas misas cuando estaba en el colegio” es la frase tópica que repiten como un mantra quienes hace años que han abandonado toda práctica religiosa. 

Por el contrario, algunos de los que no tuvieron una educación cristiana particular porque no frecuentaron colegios religiosos han ido madurando una experiencia de fe muy personal, resistente a los embates culturales y con fuerte proyección social. Si esto es así, aunque es muy difícil de cuantificar estadísticamente, la pregunta resulta obligada: ¿Es necesario (o, por lo menos, muy conveniente) un colegio religioso como plataforma educativa y evangelizadora o en las circunstancias actuales es perfectamente prescindible? 

Quienes trabajan hoy en colegios religiosos como responsables, profesores o personal auxiliar (en su inmensa mayoría laicos) están buscando ese “pacto educativo global” que permita a familias, escuelas e instituciones sociales garantizar itinerarios educativos integrales al servicio de los alumnos. Dentro de ese pacto global, ¿qué papel juega la visión cristiana de la vida? ¿Se puede “enseñar” la fe o es mejor que las instituciones educativas sean plataformas axiológicamente neutras (lo que, en la práctica, resulta imposible) para que cada persona pueda escoger con libertad sus valores y creencias? ¿Qué significa, en realidad, educar en la fe? ¿Son los colegios religiosos escuelas de catequesis?

Las preguntas se repiten una y otra vez. Las respuestas van evolucionando, entre otras razones porque vivimos en una sociedad muy pluralista y no todos los agentes implicados en la tarea educativa tienen el mismo nivel de conciencia y compromiso con respecto a la fe cristiana y a la espiritualidad en general. En algunos casos se da la paradoja de que ciertos profesores (incluidos los de religión) no sintonizan personalmente con el ideario del colegio, aunque lo respeten por razones profesionales.


Yo me limito a testimoniar que, a diferencia de quienes por desgracia tuvieron experiencias muy negativas de “la mala educación” en algunos colegios religiosos, yo disfruté de una “buena educación” que me ha permitido surcar con serenidad y esperanza el mar de la vida. Por eso, me duele mucho comprobar que algunos, tras años de sufrimiento y negación, se atreven ahora a compartir sus heridas, incluyendo las producidas por abusos físicos, de conciencia y sexuales. 

¿Cómo es posible que se produjeran estos delitos en ámbitos que tendrían que haber sido seguros? No podemos hacer oídos sordos al dolor de quienes fueron abusados y quizás a la inconsciencia de quienes fueron abusadores. Una buena educación no deja en la cuneta a quienes fueron víctimas de una mala educación. Se trata de un deber de justicia, aunque el paso del tiempo haya borrado o nublado contornos y circunstancias. Sin verdad, petición de perdón y justa reparación nunca podrá renacer la confianza. También esta es una condición indispensable para un pacto educativo global.

1 comentario:

  1. A lo largo de la historia, es un tema, el de la educación, que ha ido evolucionando cada vez más rápido y diverso.
    Para comprender la de ahora necesitamos saber dar “un salto” en la historia para ir situarnos en cada momento… Tan solo con diez años de diferencia todo se valora desde un punto de vista diferente.
    Creo que un problema que vamos arrastrando es que la formación de un tiempo no ha ido evolucionando en una misma línea… y una misma generación se ha movido entre “antiguo” y “más evolucionado”.
    El tema “poder adquisitivo” ha estado y estará siempre en nuestra vida e influye en la formación recibida. Hay profesores que han sabido animar y dar soporte a sus alumnos y otros que se han limitado a “dar la materia” que han elegido y o les ha sido asignada.

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