Es lunes. Un poco antes de las 8 de la mañana transitan muchos colegiales por la calle Princesa. Se acabaron las vacaciones navideñas. Con Covid o sin él, es hora de reanudar las clases. Las autoridades insisten en que la presencialidad es necesaria. También las oficinas y comercios han reabierto sus puertas. Comienza la cuesta de enero. Intercambio algunos mensajes de Whatsapp con una de las lectoras de este blog hospitalizada por Covid. La noto preocupada. Con la enfermedad no se juega. Leo algo sobre el modo de afrontar la soledad en tiempo de pandemia. Repaso los compromisos pendientes para los próximos días. Me entra la insidiosa tentación de procrastinar, pero procuro superarla. Me vienen algunos recuerdos de mi época de estudiante. Siempre me costaba mucho volver a clase tras el paréntesis de Navidad. Las cosas han cambiado. Ahora no es tan nítida la separación entre vida laboral y tiempo de ocio. A veces, todo es un continuum con momentos especiales.
Recuerdo algunas conversaciones telefónicas de los últimos días. Hay mucha gente amiga que lo está pasando mal por motivos diversos: pérdidas recientes, enfermedades, soledad, desánimo y falta de horizonte. Tampoco yo me libro de algunas amenazas. El contraste entre el mensaje de alegría que porta la Navidad y la realidad cotidiana es patente. ¿Dónde encontrar un poco de sosiego?
En este marco, leo el Evangelio del lunes de la primera semana del Tiempo Ordinario. Jesús comienza su ministerio público en Galilea con un anuncio sorprendente: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio”. ¿En qué se nota la cercanía de este reino de Dios? Quizás en que, como les sucedió a los primeros discípulos, muchos siguen dejando sus asuntos y se ponen a disposición de Jesús. Este me parece uno de los signos más creíbles. Cuando tendríamos todas las razones del mundo para preocuparnos solo de nuestras cosas y, sin embargo, nos ponemos a echar una mano a quien la necesita, entonces el reino de Dios se acerca un poco a nosotros.
Al principio de la pandemia se multiplicaron los signos de solidaridad, pero, a medida que ha ido pasando el tiempo, todos nos hemos ido cansando. No creo que hayamos caído en el “sálvese quien pueda”, pero nuestras fuerzas han menguado. Parece evidente en el caso de los sanitarios. Muchos están al borde de su resistencia. Algunos han abandonado. ¿Cómo rearmarnos moralmente para seguir combatiendo sin heroísmos innecesarios, pero también sin tirar la toalla? ¿Dónde encuentra fuerzas quien está muy cansado o ve que sus esfuerzos son en vano?
Creo que la fuerza más renovadora sigue viniendo de la palabra de Jesús. También él pasa hoy junto a nosotros, nos sorprende en nuestra fatiga diaria, y nos dice: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”. Ir con Jesús significa que en adelante no vamos a estar solos, que en cualquier circunstancia sentiremos la fuerza de su presencia. Solo nos pide que nos pongamos en camino, que no nos abandonemos a la rutina o a sentimientos derrotistas. Por paradójico que nos resulte, Jesús nos propone ser “pescadores de hombres” (es decir, evangelizadores) a quienes atravesamos momentos de desánimo.
¿Cómo es posible? Es posible porque no hay nada más restaurador que el amor, la salida de nosotros mismos para hacernos cargo de las necesidades de los demás. Cuando quiero que alguien me llame, lo mejor es que yo dé el paso y haga una llamada. Cuando necesito que alguien me invite a dar una vuelta, lo mejor es que yo haga esa misma invitación a quien pueda estar experimentando la misma necesidad. En momentos difíciles, todos somos providencia de Dios para los demás. Me parece que en esto consiste seguir a Jesús. La pregunta no es tanto qué necesito yo, sino qué puedo hacer yo para responder a las necesidades de los demás. Nos sorprenderemos descubriendo dentro una fuerza que parecía haber desaparecido de nosotros. Y, como fruto sobrevenido, una profunda paz.
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