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miércoles, 8 de diciembre de 2021

Agraciada para agraciar

Acabo de participar en la Eucaristía de la solemnidad de la Inmaculada Concepción. Quise haber asistido la noche pasada a alguna de las vigilias marianas que se celebraron en Madrid, pero no me fue posible. Confieso que me cuesta escribir algo que no naufrague en el mar de las mil palabras. La fiesta de la Virgen llega al final de un largo puente en el que muchos han disfrutado de unos días de descanso y de encuentros con familiares y amigos. El frío no invita mucho a salir a la calle. Mientras la gente disfruta o se apresta a regresar a casa, se suceden las noticias: desde los balances del viaje del papa Francisco a Chipre y Grecia hasta las conclusiones de algunos estudios sobre la eficacia de las vacunas contra las nuevas variantes del Covid. 

En este supermercado de noticias, una amiga me envía un artículo ─bastante moderado─ en el que un bloguero escribe sobre “la caza de brujas vacunal”. No es un negacionista de libro. Ayuda a caer en la cuenta de algunos aspectos que tienen que ver con el enorme negocio mundial montado en torno a las vacunas y con una suerte de totalitarismo que se está abriendo paso sutilmente, so capa de preservar la salud pública. Esta reflexión no me ha llevado a renunciar a la llamada dosis de recuerdo (ya recibida) ni a desaconsejar la vacuna contra la Covid-19 a quienes me preguntan, pero me ha ayudado a considerar algunos aspectos que no se suelen tener en cuenta. 

Me pregunto si en este contexto cabría interpretar el dogma de la Inmaculada Concepción de María ─definido por Pío IX el 8 de diciembre de 1854─ como una especie de “vacuna” que protegió a la Virgen María del “virus” del pecado. Aunque puede ser sugestivo, no creo que su sentido primigenio vaya por ahí.

María fue “agraciada” (kecharitoméne, dice el texto griego) para poder ser “mediación de gracia”, para agraciar. La gracia de María tiene que ver con su misión de ser la madre de Jesús. También nosotros hemos sido agraciados para ser mediación de gracia. En la segunda lectura de la misa de hoy leemos que Dios “nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya” (Ef 1,5-6). 

Hemos sido elegidos para ser santos, hijos de Dios. Nuestra misión en la vida es dar gloria a Dios (o sea, luchar para que todos sus hijos e hijas vivan con la dignidad que se desprende de su filiación divina). Nuestra misión, siempre amenazada por la fragilidad y el pecado, se aclara e ilumina cuando contemplamos a María. En ella ─un ser humano como nosotros─ vemos con nitidez, sin la sombra del pecado, en qué consiste nuestra verdadera vocación. Ella es icono, modelo y protectora en el camino de la vida. Por desesperados que estemos cuando comprobamos lo débiles que somos y lo corrupto que es nuestro mundo, sabemos que el nuevo mundo ya se ha realizado en aquella que Dios ha elegido para ser la madre de su Hijo. 

Según el relato de Lucas que se propone como Evangelio de hoy, la gracia de Dios no ha inundado a María como un aluvión que destruye todo cuanto encuentra a su paso. Ha sido, más bien, como una lluvia fina que fecunda una tierra libre y disponible. La gracia de Dios ha sido una fuente de inconmensurable libertad. El “alégrate, María, la llena de gracia” (pronunciado por el mensajero de Dios) es inseparable del “hágase en mí según tu palabra” (pronunciado por María). La gracia no es un privilegio que infantiliza a la muchacha de Nazaret, sino una apelación a su responsabilidad.

Es hermoso que cada uno hablemos de nuestra Madre desde nuestra experiencia de relación con ella y desde nuestro propio perfil psicológico y espiritual. Hay personas que disfrutan elucubrando sobre el significado del dogma, encontrándole nuevos pliegues a cada cual más abstracto. Otras prefieren atenerse a las pinceladas sobrias que nos ofrece el Nuevo Testamento. Algunas han sido educadas en una piedad mariana llena de efluvios sentimentales; otras hacen gala de una fría racionalidad. Creo que lo mejor es celebrar esta diversidad, sin empeñarnos en que los demás vean las cosas como nosotros las vemos. 

Si los hermanos nos relacionamos con nuestra madre terrena según nuestra personalidad, ¿por qué no admitir que algo parecido sucede en nuestra relación con la Virgen María? Lo que cuenta, a mi modo de ver, es comprender que la gracia recibida prepara para una misión. Sucedió con María y sucede con cada uno de nosotros. Somos “inmaculados” (es decir, santos) para poder ser “misioneros” (es decir, adoradores de Dios).

1 comentario:

  1. Pues sí, todos los que nos sentimos hermanos, hijos de un mismo Dios, tenemos a María por madre y nos relacionamos con ella según las experiencias que hemos vivido, la formación y el acompañamiento que hemos tenido, lo que nos han contado de ella.
    Personalmente, en momentos difíciles, me viene a la mente el recuerdo de la oración que muchas veces, en la infancia, le habíamos dirigido: Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María! que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorando vuestro auxilio, haya sido desamparado…
    Me ha impresionado cuando he leído lo que tu, Gonzalo has escrito: “Lo que cuenta, a mi modo de ver, es comprender que la gracia recibida prepara para una misión. Sucedió con María y sucede con cada uno de nosotros.”
    Muchas gracias, por acercarnos a María.

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