El otoño se nos ha echado encima. Ha llegado el tiempo de la interioridad. Tras una semana intensa, ocupada por el segundo módulo de un curso sobre liderazgo en la Universidad Gregoriana, regreso al Rincón. No olvido que ayer tuvo lugar el estreno de la película Claret en más de 40 cines de toda España. Apenas he recibido ecos. Un amigo mío la calificó de “peliculón”. Me dijo que había llorado en varias escenas. Es probable que a lo largo del día de hoy reciba otros mensajes y llamadas.
Más allá de las valoraciones técnicas y artísticas del film, lo que de verdad importa es que más gente conozca a san Antonio María Claret, alguien de carne y hueso que fue testigo de Jesús en tiempos muy convulsos. De esta manera podremos comprender mejor que no es necesario que las cosas nos vayan siempre bien para ser cristianos. La persecución es un ingrediente evangélico que nunca falta en la vida de quienes se toman en serio el seguimiento de Jesús.
Escribo esto porque cada vez me parece más evidente que ser cristiano no va a ser nada fácil en los próximos años. En algunos contextos culturales se acentuará la indiferencia religiosa; en otros, aumentarán las luchas intestinas entre creyentes. Las normales polaridades de la vida eclesial (estabilidad-cambio, tradición-reforma, autoridad-participación) se convertirán en problemas enconados que amenazarán la unidad del cuerpo. ¿Cómo orientarnos en este clima de confusión sin perder la paz?
Durante la semana pasada, al hilo de algunas reflexiones hechas en el taller sobre liderazgo, he comprendido mejor que la vieja práctica ignaciana del “examen” es muy indicada para estos tiempos tan cambiantes. No sé qué resonancia tiene en cada uno de nosotros la palabra “examen”. Es probable que en los más jóvenes evoque prácticas académicas más o menos odiosas. En los mayores, el término puede estar asociado al famoso “examen de conciencia” que hay que hacer antes de celebrar el sacramento de la Reconciliación. Las palabras están siempre cargadas de resonancias mentales y afectivas; por eso, cuando se las usa de una manera nueva, es necesario aclararlas.
Por “examen” entendemos un ejercicio de autoconciencia que nos ayuda a descubrir el paso de Dios por los entresijos de nuestra vida cotidiana. No siempre es fácil disponer todos los días de un tiempo fijo de oración. Tampoco resulta fácil encontrar momentos para la lectura espiritual u otras prácticas recomendadas por los maestros de espiritualidad. La vida moderna es demasiado compleja como para asegurar prácticas regulares. Uno puede pensar entonces que no vive espiritualmente. Y, sin embargo, Dios sale a nuestro encuentro en cualquier experiencia humana, no necesariamente ni solo en las que consideramos “espirituales”. Aprender a escrutar sus huellas es lo propio del examen. Para ello no es necesario mucho tiempo. Basta asegurar un mínimo de tranquilidad que permita la introspección.
El examen no es un monólogo en el que uno habla solo consigo mismo, ni tampoco un ejercicio de perfeccionismo moral en el que hacemos un balance ajustado de cualidades y defectos para después ponernos la nota que consideramos más justa. Es, ante todo, un diálogo con Dios en el que ganamos conciencia de lo que somos y libertad para conocernos mejor y amar más. Los cinco pasos clásicos siguen siendo válidos hoy: 1) Gratias age (da gracias); 2) Pete lumen (pide luz); 3) Examina (revisa); 4) Dole (arrepiéntete); 5) Propone (toma opciones).
Se trata, en primer lugar, de abrir el corazón y dar gracias a Dios por todo lo que vivimos (desde el don de la vida hasta el gesto más insignificante de amor que hayamos recibido). Luego le pedimos luz para ver con claridad (sin los engaños y autojustificaciones que suelen paralizarnos) por dónde nos conducimos en la vida, qué caminos estamos tomando, con qué personas nos relacionamos, qué obras hacemos. De manera breve, pedimos perdón cuando sentimos que nos hemos apartado de la luz. Terminamos ajustando nuestro rumbo de acuerdo con la brújula de Dios.
Cuando esta sencilla práctica se convierte en hábito, nos permite ser hombres y mujeres espirituales (es decir, que se dejan conducir por el Espíritu) sin necesidad de seguir siempre un mismo camino. La hondura y la flexibilidad son dos rasgos esenciales del examen. Creo que viviríamos menos ciegos y confundidos si incorporásemos esta práctica a nuestros hábitos diarios. Nos permitiría discernir mejor cuál es la voluntad de Dios en las muchas encrucijadas que nos toca atravesar. Y nos libraría de echar siempre la culpa a los demás de nuestros errores o de considerar que solo es posible seguir a Jesús en ciertas burbujas protegidas. El examen es una práctica que nos ayuda a vivir la fe en campo abierto, sin dejarnos llevar por modas o prejuicios y sin miedo a las opiniones ajenas.
En el entorno espiritual, la palabra examen, muchas veces resuena a negatividad… Me gusta transformarlo en positivo y al examinar el día me pregunto: ¿qué regalos he recibido hoy de Dios y como he correspondido a ellos?
ResponderEliminarMe va bien cuando escribes: Dios sale a nuestro encuentro en cualquier experiencia humana, no necesariamente ni solo en las que consideramos “espirituales”. Aprender a escrutar sus huellas es lo propio del examen.
Muchas gracias Gonzalo por el GPS que nos ofreces: … “escrutar sus huellas”...
Querido Hermano, como no tengo tu email personal, te escribo por aquí para agradecerte, unido a mis hermanos y hermanas de Hogares Claret, el formidable servicio que prestaste a la Congregación durante todos estos años.
ResponderEliminarAdemás, el que nos sigas compartiendo tu rincón con tantas cosas interesantes que traes y procesas en él.
Un gran abrazo!