Rosario Livatino (en el centro) con sus padres y dos amigos |
Ayer “decayó” (curioso verbo) el estado de alarma en España después de 15 meses. La gente se echó a la calle. Esperemos que la euforia no nos pase una factura abultada. En Roma hizo mucho calor, casi más propio del verano que de la primavera. Pero la historia más hermosa se produjo en Agrigento, en la costa sur de la isla de Sicilia. Allí, en la catedral, el cardenal Semeraro beatificó a Rosario Livatino, un magistrado italiano que, de no haber sido asesinado por la mafia, hoy tendría 69 años. No creo que la mayoría de los lectores del Rincón sepan quién fue este beato de nuestro tiempo. Merece la pena delinear a grandes rasgos su figura porque representa un modo valiente de vivir la fe en contextos difíciles.
Rosario Livatino nació en Canicatti, un pueblo siciliano, el 3 de octubre de 1952. Durante la escuela secundaria se afilió a la Acción Católica. Estudio derecho en la universidad de Palermo. Se graduó en 1975. Y pronto empezó a trabajar en la judicatura. El 18 de julio de 1978, su primer día como magistrado, con solo 26 años, escribió en su diario con bolígrafo rojo: “Hoy he prestado juramento, desde hoy estoy en la judicatura”. Y luego añadió a lápiz: “Que Dios me acompañe y me ayude a respetar el juramento y a comportarme como exige la educación que me dieron mis padres”. Todas las mañanas, antes de entrar en el tribunal de Agrigento, iba a rezar a la cercana iglesia de San Giuseppe. En su mesilla de noche guardaba la Biblia, llena de notas, y el Rosario.
El 21 de septiembre de 1990, como todas las mañanas, se dirigía al tribunal desde Canicatti, donde vivía con sus padres. En el viaducto de Gasena de la carretera estatal 640 fue flanqueado por una motocicleta y un Fiat Punto que le bloquearon. Tras los primeros disparos, intentó escapar, pero uno de los asesinos de la Stidda (una organización criminal siciliana de tipo mafioso) lo alcanzó y lo remató con siete disparos. Posteriormente, uno de los asesinos, Gaetano Puzzangaro, se arrepintió en la cárcel y declaró como testigo en el proceso de beatificación. Según su testimonio, las últimas palabras del juez Livatino fueron: “Picciotti, ¿qué te he hecho?”.
Retrato de Rosario Livatino |
Rosario Livatino era un juez con una gran humanidad. Respetó a los acusados, incluso a los culpables de los delitos más graves. Para él eran sobre todo personas. Así que cuando entraban en su despacho, se levantaba y estrechaba la mano. Iba incluso a la morgue a rezar ante los cadáveres de mafiosos asesinados. Y en un caluroso día de agosto fue personalmente a llevar a la cárcel la orden de libertad de un preso. A los que se extrañaron de esta conducta, les respondió: “Dentro de la prisión hay una persona que no debe permanecer ni un minuto más. La libertad del individuo debe prevalecer sobre todo”. En consonancia con esa frase, tiene otra en su diario: “Cuando muramos nadie vendrá a preguntarnos si éramos creyentes, sino creíbles”.
Quienes lo conocían sabían que no podían corromperlo de ninguna manera precisamente por ser católico practicante. Quisieron incluso matarlo justo delante de la iglesia donde iba a rezar. De carácter sencillo, nunca concedió una entrevista ni se prodigaba en las fotos. Por su lucha contra la mafia, sabía que su vida corría peligro. Escribió en uno de sus diarios: “Veo algo negro en mi futuro. Que Dios me perdone”. Y añadió a modo de oración: “Que el Señor me proteja y evite que algo malo les ocurra a mis padres”. Nunca quiso llevar escolta. La razón era clara: “No quiero que otros padres de familia tengan que pagar por mi culpa”. A pesar de las muchas amenazas recibidas, siempre iba con su coche, un pequeño Ford Fiesta color amaranto, reconocible desde lejos. La única protección eran tres letras (S.T.D) que escribió en todos sus diarios y que se refería a la expresión latina “Sub Tutela Dei” (bajo la protección de Dios).
Relicario con la camisa ensangrentada del nuevo beato |
Lo mataron no solo por su lucha valiente contra la mafia o por la imposibilidad de sobornarlo, sino, sobre todo, “por odio a la fe”. Sabían muy bien que al joven Rosario Livatino la fuerza para un compromiso tan radical le venía de su fe cristiana. Consiguieron segar su vida a los 37 años. Lo que no pudieron imaginar sus verdugos es que su memoria perduraría para siempre y que su sangre, unida a la de Cristo, no sería inútil.
Livatino salvó a su generación porque fue contra el silencio cómplice de muchos de sus paisanos y porque no tuvo miedo a las amenazas. Me viene a la memoria una frase que Chesterton escribió en su obra sobre santo Tomás de Aquino: “Es una paradoja de la Historia que cada generación es convertida por el santo que más la contradice”. ¡Ojalá hubiera muchos políticos y jueces con la valentía de este nuevo beato siciliano! Solo con gente como él – sencillo, coherente, insobornable, humano − podemos acabar con la corrupción de la vida social y política.
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