No siempre somos conscientes de esta dinámica. Por paradójico que resulte, muchos de los que más tienen son con frecuencia los menos dispuestos a dar. Y muchos de los que menos tienen suelen compartir lo poco que tienen con quien lo necesita. La capacidad de compartir no está ligada a la abundancia de recursos, sino a la generosidad del corazón. La persona avara acumula y se enriquece, pero nunca es feliz porque su actitud acaparadora va contra la dinámica de la vida. La persona generosa, aun cuando atraviese períodos de escasez, encuentra en su interior la fuente del gozo porque − como nos reveló Jesús – hay más alegría en dar que en recibir.
Creo que en la raíz de la tristeza y la soledad que viven muchas personas está su incapacidad para dar y, sobre todo, darse. Jesús lo dijo de otro modo más llamativo: “Quien quiera salvar su propia vida la perderá, pero quien la pierde por mí la salvará” (Mt 16,25). La frase la encontramos también en el evangelio de Marcos (8,35) y en el de Lucas (9,24; 17,33). Se trata, pues, de una sentencia que con toda probabilidad fue pronunciada por Jesús en estos mismos términos. Salvar la propia vida quiere decir, en este contexto, buscar el propio interés, asegurar lo que tenemos, ponernos a buen recaudo. Quien obsesivamente plantea su vida desde esta clave, acaba perdiendo la vida, porque por ese camino cierra las puertas a la alegría. Quien, por el contrario, “pierde” la propia vida (es decir, se vacía para darse a los demás), la gana para siempre, encuentra la razón de su existencia.
Creo que todos nosotros hemos tenido experiencia de esto. Cuando hemos sido generosos, renunciando incluso a lo que nos correspondía por derecho, hemos experimentado una íntima satisfacción que no es comparable a la producida por un aplauso, un elogio o una suma de dinero. Cuando hemos escurrido el bulto y hemos buscado nuestro propio beneficio, aun cuando hayamos ganado seguridad, es probable que hayamos experimentado por dentro la tristeza de quien gana en la superficie, pero pierde en el fondo. ¿Por qué, a pesar de haberlo experimentado, nos cuesta tanto dar y darnos? ¿Por qué creemos que vamos a ser más felices cuando nos limitamos a recibir lo que los demás nos dan?
En las relaciones interpersonales esta dinámica se aprecia con más nitidez. Todos estamos esperando que los otros nos respeten, acojan, llamen, acompañen, inviten, cuiden, animen, abracen, escriban y recuerden. Nos produce alegría el hecho de recibir estos frutos. Pero olvidamos que también nosotros tenemos esas mismas capacidades y que, por tanto, debemos tomar la iniciativa. Una relación nunca madura cuando siempre una de las partes da y la otra recibe, en permanente asimetría. Me sorprende comprobar que hay familiares y amigos, por ejemplo, que siempre esperan que alguien les envíe un guasap o los llame por teléfono, pero ellos nunca dan el primer paso. Uno puede cansarse y, llegado el momento, dejar de hacerlo. Puede que a veces sea oportuno para provocar una reacción saludable. En todo caso, en momentos en los que uno quisiera la toalla porque ya se cansa de tanta asimetría, es bueno recordar que “hay más alegría en dar que en recibir”. Todo cambia.
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