Si no existiera
el III Domingo de Adviento,
habría que inventarlo. Es el domingo Gaudete, el domingo de la alegría.
Nos sorprende como un corzo veloz en nuestro camino hacia la Navidad. Las tres
lecturas rezuman este don. En la primera, escuchamos la voz del profeta que
habla de una buena nueva: “Me ha enviado para dar la buena noticia a los que
sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los
cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del
Señor. Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios” (Is 61,1-2).
En la segunda, Pablo, dirigiéndose a la comunidad de Tesalónica, es incluso más
explícito: “Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en
toda ocasión: ésta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros”
(1 Tes 5,16). En el Evangelio de Juan se habla de Juan el Bautista
como el testigo de esa Luz que ilumina la vida humana y es fuente de alegría
perpetua: “Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste
venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos
vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz” (Jn 1,6-8). Es más
fácil imaginar al austero Juan como un tipo algo cascarrabias que como un
embajador de la alegría, pero, estereotipos aparte, lo que él hace es confesar
con humildad y franqueza al que viene detrás de él como cumplidor de la promesa
del profeta. Con él, con Jesús, se hará realidad el año de gracia del Señor.
Comprendo que
este lenguaje resulte desconcertante para muchas personas. Y más con la que
está cayendo. ¿De verdad es creíble una “buena noticia” – a no ser la de una
vacuna contra el Covid completamente eficaz y sin secuelas − cuando
estamos saturados de malas? ¿Podemos estar siempre alegres cuando se multiplican
los motivos para estar tristes? ¿Dónde está esa luz que ilumina nuestra noche?
Es difícil creer en la verdad de las promesas bíblicas. Podemos admitirlas como
desahogos poéticos, pero hace falta mucha fe para atribuirles un sentido
práctico. Y, sin embargo, lo que diferencia al creyente del escéptico es que el primero cree sin fisuras en la eficacia de la Palabra de Dios. No sabemos cómo, ni dónde, ni cuándo se
realiza, pero estamos seguros de que no vuelve de vacío. Esta esperanza insobornable,
a veces mantenida en contra de hechos tozudos, es la que nos mantiene vivos. “Espero,
luego existo”. La alegría es el fruto de la esperanza, el aire sutil de la promesa. No
estamos alegres porque todo funciona bien, las cosas encajan a la perfección y nosotros
nos sentimos pletóricos, sino porque sabemos que nuestra vida está en Dios. Nada
de lo que nos sucede se pierde. Por eso – como nos pide
Pablo – debemos dar gracias en toda ocasión: por lo que nos parece bueno y lo
que nos contraría, por los éxitos y los fracasos, por los días de sol y los de
niebla, por la fe y las dudas… Pablo se atreve a decir que en eso consiste
la voluntad de Dios. Difícilmente llegamos a este nivel de entrega sin ser
constantes en la oración. Solo cuando nos abrimos de par en par ante Dios
empezamos a creer.
Hace días que han
empezado a llegarme mensajes de todo tipo en relación con el Adviento y la
Navidad: desde un Plan
para nacer hasta un vídeo
que nos recuerda que es Navidad. Son estímulos que me ayudan a mantenerme
en pie, con las velas de la fe, la esperanza y el amor encendidas. Es verdad
que a veces siento la tentación de no visitar las redes sociales, cerrar Whatsapp,
Zoom y Skype, y olvidarme por unas semanas del bombardeo digital. Luego,
recapacito y trato de sacarle el mayor partido posible a esta avalancha de estímulos. Me parece que el
secreto está en combinar los momentos de comunicación con los de silencio, las
horas frente al ordenador con los paseos por la calle, las conversaciones
digitales con los encuentros presenciales, las fiestas y los brindis con la
adoración silenciosa, la soledad de mi cuarto caliente con el imprescindible
servicio. Nada por sí solo es suficiente. También en el campo de la espiritualidad
necesitamos confeccionar de manera equilibrada nuestro “menú navideño”. A lo largo del Adviento vamos
haciendo acopio de algunos ingredientes básicos: espera, vigilancia, oración, etc. El de
este tercer domingo es, sin duda, la alegría. Hago mía la petición de la
oración colecta de la misa de hoy: “Estás viendo, Señor, cómo tu pueblo / espera
con fe la fiesta del nacimiento de tu Hijo; / concédenos llegar a la Navidad, /
fiesta de gozo y de salvación, / y poder celebrarla con alegría desbordante”.
Recojo varios mensajes que nos das: “La alegría es fruto de la esperanza…” Estamos viviendo tiempos de esperanza… Esperanza en que todo vuelva a la normalidad… Esperanza fruto de la Navidad, el Señor llega a nuestras vidas.
ResponderEliminarLeyendo la entrada de hoy, he percibido que a veces queremos salir corriendo a la búsqueda del Señor, cuando es Él que llega a nosotros si le preparamos el camino… Los niños son felices preparando el pesebre… Esperan poner la figura de Jesús, la noche de Navidad, junto a José y María. ¿Por qué no dejarnos impregnar de esta alegría que conlleva la llegada de Jesús a nuestras vidas?
“Solo cuando nos abrimos de par en par ante Dios empezamos a creer.” A pesar de que no es fácil esta apertura total, llevando a la oración todos estos mensajes, creo que tampoco es tan difícil.
Gracias Gonzalo por ayudarnos a preparar el camino para que Jesús llegue a nuestras vidas.