Mi primer viaje a
Centroamérica se produjo en julio de 1994. Durante los mes de julio y agosto visité dos países: Honduras y
Panamá. Guardo un recuerdo imborrable de aquella visita, pero, sobre todo, la impresión de que la
solidaridad es más fuerte que las catástrofes naturales y que la violencia
humana que a menudo golpean la zona. Después, he viajado a la región en numerosas ocasiones. He tenido la oportunidad de visitar todos los países centroamericanos, desde Panamá hasta Belice. Quizá por eso he sentido muy de cerca lo que estos países han padecido en las últimas semanas. Honduras, concretamente, se ha visto afectada por ambos fenómenos: la destrucción natural y la solidaridad humana. A la injusticia estructural,
la inestabilidad política crónica y la violencia de las maras callejeras, se ha
añadido en las últimas semanas el impacto de un par de huracanes que llevan el
nombre de dos letras griegas: ETA (en la
primera mitad de noviembre) y IOTA (del 13 al
18 de noviembre), que alcanzó la categoría máxima de 5. Este último huracán provocó
vientos de hasta 260 kms/h. y un reguero de más de 50 muertos, sobre todo en
Nicaragua y Honduras. Miles de personas han perdido sus casas, cosechas y
pertenencias. Como casi siempre, los más afectados son los pobres, que malviven
en zonas fácilmente inundables.
Si fuerte ha sido el impacto de estos huracanas
en un año especialmente duro, no menos ha sido el ciclón
de solidaridad que se ha puesto en marcha. Países como El Salvador se
han volcado en la ayuda a sus vecinos. A la solidaridad local y regional se ha
añadido la solidaridad internacional. Muchas organizaciones, entre ellas la Fundación Proclade, promovida
por los Misioneros Claretianos, se han puesto manos a la obra. A través de la
plataforma Mi
grano de arena, la Fundación Proclade canaliza concretamente la ayuda a los países más afectados. [En
el enlace anterior se explica cómo colaborar].
Este año 2020
estamos tan secuestrados emocional y económicamente por la pandemia de Covid-19
que ya casi no nos quedan fuerzas para prestar atención a otros fenómenos que
siguen sucediendo en el mundo. Y, sin embargo, continúan abiertos problemas crónicos
como el hambre, la desnutrición, la trata de personas, las migraciones, la
contaminación ambiental… y los desastres naturales. Estos últimos no son fácilmente
evitables, pero sí podemos mitigar sus consecuencias a través de la solidaridad
de todos. En este Rincón nos hacemos eco de estas realidades porque no
hay una genuina experiencia de fe si cerramos los ojos y los oídos a lo que
está pasando. Es verdad que corremos el riesgo de volvernos insensibles. Los
medios de comunicación nos bombardean con tantas desgracias que fácilmente
superamos el umbral de tolerancia. Cuando esto sucede, ya nos da casi igual que
mueran 100 o 1000 personas, que haya uno o veinte huracanes.
Cuando las cosas
suceden lejos es más fácil caer en la tentación de la insensibilidad: “Ojos
que no ven, corazón que no siente”. Pero cuando suceden cerca, como es el
caso de la pandemia de Covid-19, entonces la reacción es muy distinta. Creo que
una responsabilidad de los que somos misioneros es hacer que lo “lejano” resulte
“cercano” mediante la narración de historias vividas en primera persona, con nombres
y rostros concretos. Algunos de mis hermanos y hermanas claretianos están acompañando
a muchas de las víctimas de estos huracanes. El obispo de san Pedro Sula, una
de las ciudades hondureñas más afectadas, es el claretiano Ángel Garachana. También
él ha dirigido un mensaje de
solidaridad a las personas afectadas y se ha puesto al frente de las
tareas de ayuda y reconstrucción.
En Europa no
estamos acostumbrados a grandes desastres naturales. Es verdad que de vez en
cuando se producen algunos terremotos (hace un par de días celebramos, por
ejemplo, el 40 aniversario del terremoto
de Irpinia, Italia, que causó casi 3.000 muertos) o inundaciones, pero,
por lo general, no son comparables a las desgracias que regularmente azotan
Centroamérica o algunos países del sudeste asiático. Tras los enormes desastres
de las dos guerras mundiales y de la guerra civil española, nos hemos acostumbrados
a vivir seguros. No olvido que el terrorismo nacional o internacional ha
golpeado a la mayoría de nuestros países, pero no hasta el punto de alterar
nuestro estilo de vida. Por eso, necesitamos un especial esfuerzo para ponernos en la
piel de quienes viven casi siempre en situaciones de desgracia.
Hay un par de
preguntas que siempre nos ayudan: ¿Cómo me sentiría yo si estuviera viviendo lo
que viven estas personas? ¿Cómo me gustaría ser ayudado para poder ayudar? No
se trata de tanto ni solo de compartir algo de lo que nos sobra, sino de
hacernos cargo del sufrimiento ajeno, de sentirlo como propio y de expresar
nuestra cercanía. Solo desde una actitud empática tiene sentido la ayuda
económica y cualquier otra contribución que ayude a paliar los desastres. La
espiritualidad de la solidaridad nace de una íntima conciencia de la
fraternidad universal que tanto ha subrayado el papa Francisco en la encíclica
Fratelli tutti. No ayudamos a los demás porque podemos permitírnoslo o para tranquilizar
nuestra conciencia, sino porque formamos parte del mismo cuerpo, de la misma familia humana.
Gracias Gonzalo… Cuando has estado en Centroamérica, y en países de América del Sur, cuando has conocido y compartido con sus gentes, les amas y te sientes amada por ellos ya nunca más las noticias son anónimas, tienen nombres y rostros concretos, y en situaciones difíciles, de alguna manera, te sientes obligada a conectar y poner tu granito de arena… Conectas con su sufrimiento… Y se abren muchos interrogantes… Es admirable la solidaridad de sus gentes que carecen de bienes materiales pero se entregan totalmente para ayudar a los que están en situaciones urgentes.
ResponderEliminarAcá estamos, con dolor y solidaridad, con angustia y con esperanza, con las personas y con Dios, acogiendo, entregando y agradeciendo. Juntos queremos salir adelante. En Honduras se dice; "¿un paso atrás? Ni para agarrar impulso. Un abrazo, Gonzalo.
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