La parábola que
nos ofrece el Evangelio de este XXV Domingo del Tiempo Ordinario irrita y consuela a partes iguales. Irrita porque
el dueño de la viña paga el mismo jornal a quien lleva trabajando de sol a sol
que a quien se arrima a última hora. Esto suena a injusticia y favoritismo. Consuela
porque nosotros pertenecemos más al segundo grupo que al primero. Con esta
parábola desconcertante, Jesús quiere matar dos pájaros de un tiro, si se me
permite esta expresión en tiempos de gran aprecio por los animales. Por una
parte, denuncia la religión del mérito; por otra, presenta la imagen de un Dios
provocador. Es provocador precisamente porque su amor no es un premio a los
méritos que nosotros hemos acumulado a base de buenas obras, sino fruto de su
actitud incondicional y generosa. Si la parábola no nos irrita un poco, es
probable que no hayamos comprendido su trascendencia. Lo que Jesús pretende es
desmontar la espiritualidad farisaica basada en una especie de relación
comercial con Dios: “Si yo te ofrezco buenas obras, tú tienes que
recompensarme en su justa proporción”. Está claro -como leemos en la primera lectura del profeta Isaías- que “mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos”.
La verdad es que
una parábola como esta echa por tierra una manera de entender la relación con
Dios que está muy enraizada en muchos cristianos. Pero no solo eso. También
afecta a las relaciones dentro de la Iglesia. ¡Cuántas veces en las parroquias,
por ejemplo, los devotos (o devotas) de toda la vida se sienten sus
propietarios y no quieren ceder nada a quienes se incorporan a última hora! Es
como si, con palabras o sin ellas, emitieran este mensaje: “Aquí los buenos,
los que cortan el bacalao, somos los de siempre. Vosotros, los nuevos, sois
unos advenedizos que tenéis que esperar vuestro momento”. En algunos
casos estas críticas se vuelven más ácidas: “Resulta que nosotros
llevamos toda la vida esforzándonos, cumpliendo con la Iglesia, yendo a misa
los domingos, colaborando económicamente, y ahora vienen los convertidos de
última hora, que han vivido de espaldas a Dios, y pretenden tener los mismos
derechos que nosotros. ¡Habrase visto! ¿Dónde vamos a parar?”. En algunos
casos se llega más lejos: “Como este párroco siga abriendo las puertas a
cualquiera, que no cuente más con nosotros. O sea, que nos pasamos toda la vida
arrimando el hombro y ahora da la impresión de que no ha servido de nada”.
La “religión del
mérito” está en nuestro ADN. También en la sociedad se habla de la
meritocracia. Estamos hartos de los enchufes, de que los vagos salgan adelante
a base de chanchullos. Por eso, reivindicamos el poder de quienes han hecho
méritos para ello porque tienen un currículo brillante, han ganado oposiciones,
etc. Nos revienta que los aprovechados se equiparen a los esforzados. Así que,
en este contexto, es comprensible que la actitud de Dios nos desconcierte
porque parece que se pone de parte de quienes non dan un palo al agua y luego
quieren tener los mismos beneficios que los que se los han ganado a pulso. No
creo que vayan por ahí los tiros. Aquí no se trata de un problema de justicia
retributiva, sino de una manera insólita de entender el amor y por tanto la
relación de Dios con los seres humanos. Dios nos ama no porque seamos buenos,
sino porque es nuestro Padre. Su amor es gratuito, incondicional, previo a
cualquier acción por nuestra parte. Podríamos decir que Dios no nos ama porque
somos buenos, sino que, amándonos, nos hace buenos, nos empuja a responder con
amor. Las consecuencias de este cambio de perspectiva son tan colosales, tanto
en el plano personal como comunitario y social, que nos lleva toda una vida comprenderlas y ponerlas en práctica.
En mis años jóvenes experimenté una violencia interior contra los moralismos de mi religión catolica. Por una parte me parecía natural y hasta en cierto modo lógica esa educación del esfuerzo y del merito. Estudié en colegios católicos y crecí en la Pastoral Juvenil donde se valoraba sobre todo el aprendizaje racional de los mejores valores y esperar que automáticamente se convirtieran en hábitos y costumbres a base de voluntad férrea y mucho esfuerzo personal. Sin menospreciar en absoluto lo que de bueno me aportó este modelo de educación juvenil, hoy sin embargo creo que también fue el mejor caldo de cultivo para solidificar en mí un falso orgullo del mérito. Creí honestamente que lo importante era presentarme ante Dios con una vida llena de buenos resultados morales, para mi tranquilidad de conciencia. Realmente me sentia "orgullosamente humilde". Con el paso de los años, y luego de que esa visión me pasara factura de formas muy lamentables y hasta dolorosas (porque también dañé a otros), y con el cansancio de la vida a cuestas, fui descubriendo la "Buenísima Noticia" de evangelios como el del hoy, y el testimonio de unos pocos herman@s, que me hicieron descubrir que Dios no es el Dios del mérito sino de amor que se define como gratuíto e incondicional. Descubrirlo conscientemente me tomó años. Pero creerlo me toma la vida entera. Desterrar del subconsciente el miedo a Dios, no ha sido fácil por haberse incrustado hondo gracias a aquella educación de la época que describí antes (y de la que mis educadores fueron igualmente víctimas). Como adulto vivo hoy con mucha mas serenidad y libertad todo eso. Pero veo a tantas personas (demasiadas) dentro de nuestras comunidades con un sufrimiento tremendo precisamente por haber recibido una educación similar (y de malos educadores). Estoy convencido que una de las tareas evangelizadora mas urgentes es anunciar la esencia del mensaje de Jesus: DIOS ES PADRE-MADRE-BUENOS. Creo que los católicos tenemos mucho miedo de aceptar a un Dios de "Amor desequilibrado". Casi que diría que a algunos les causa terror esto. Hay eclesiasticos y hasta obispos que todavía hoy se sienten en la necesidad de defender a Dios ante los hombres que somos capaces de "aprovecharnos" vilmente de Su Bondad. Hasta la ignorancia "bien intencionada" nos puede hacer creer que una cierta imagen de Dios (y su dignidad) necesita ser defendida argumentando y estructurando "cuerpos de doctrina" que buscan dejar sometidas tantas conciencias de gentes sencillas y vulnerables a merced del dios del mérito y del castigo. Eso no me justo. La envidia que experimentamos de que Dios sea bueno con los de la "ultima hora" es el mejor síntoma de que necesitamos entrar en conversión. Pues lo más difícil en este discipulado es aprender a acoger humildemente el Amor -gratuito e incondicional- de Dios. Quedémonos en paz y alegres cuando experimentemos que no podemos pagar al Señor todo el bien que nos ha hecho.
ResponderEliminarPor mi parte apunto un dato que me parece importante. Tuve la suerte de conocer el Dios-Amor desde pequeña, y no por formación teórica sino por experiencia interna. Por gracia. En este evangelio y ante "injustas" retribuciones como las de la parábola, me sirve mucho el no esperar recompensa ninguna por mis trabajos sino poner en mi Haber como parte principal la impagable y no cuantificable paga de conocer al Dios del amor desmesurado desde hace tantos años. De disfrutar de su amistosa compañía y tenerlo como maestro y compañero de camino en el seguimiento de sus causas.
ResponderEliminarAgradezco mucho a Héctor y Cristina el que hayan compartido experiencias muy personales. En este terreno aprendemos por lo que experimentamos. Un fuerte abrazo a los dos.
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